sábado, 10 de febrero de 2024

FILOSOFÍA O CIENCIA

A través de la persiana, medio cerrada, se colaban unos rayos de sol, por la ventana, hasta iluminar en el libro, sobre la mesa, estas líneas:

Del tormento de la ausencia
nacen las melancolías.
De las pocas alegrías
se alimenta la inocencia.
No ha resuelto aún la ciencia
la cuestión que más importa.
Ninguna ecuación soporta
el destino de los hombres,
el deber de los pronombres
ni la obligación que comporta.

Cerré el libro que con sus páginas en blanco me llamaba, constante e impertinente, hasta encontrar una nueva ocasión de superar sus exigencias. Me recosté displicente en el sillón considerando hasta qué punto el moderno oficio de los fogones debe sus logros a la ciencia. Física y Química aplicadas al disfrute sensitivo del hombre, del hombre del primer mundo. La mayor parte del planeta, el resto de la humanidad sigue viviendo, o más bien malviviendo, en un estadio precientífico o si se prefiere en su aplicación preindustrial. Mientras imaginaba el absurdo de las esferificaciones en las favelas me alertó el sonido del timbre de la puerta. Sin ninguna atención a la seguridad abrí confiado. Un tipo de aspecto marmoleo, sin mediar saludo, me dijo: “El realismo sostiene que la ciencia existe independiente de la mente, la regularidad de la naturaleza y su inteligibilidad. Olvida eso de que la gastronomía es ciencia. Si lo fuera no cabría discutir si la tortilla de patatas se hace con cebolla o sin cebolla”. Perplejo le invité a pasar, pero sin tampoco despedida dio media vuelta y bajó por las escaleras. Me le quedé mirando cómo torpemente se agachaba mientras agarraba el pasamanos.

Casi inmediatamente, tras cerrar, volvió a sonar el timbre. Pensé ¿querrá disculparse por su mala educación? Pero no, otro tipo de aspecto más moderno, también calvo, pero de barba larga y afilada, con un confuso acento entre germano y británico, saludó con un movimiento de cabeza y dijo: “Quizá la gastronomía llegue a ser alguna vez una filosofía de la tecnología culinaria o una parte de la sociología, incluso, pero mientras no se ocupe de hechos empíricos y esté sujeta a los vaivenes del gusto, jamás podrá ser considerada una ciencia. ¿No se ha percatado por ejemplo que nunca se dice exactamente cuánto debe salpimentarse un guiso? Ahí lo dejo”. Volvió a hacer el gesto con la cabeza y tomó el mismo camino del anterior.

Cerré la puerta, esta vez ya algo molesto, pensando que en las proximidades de los carnavales estaba siendo víctima de una broma con ínfulas epistemológicas. Por tercera vez llamaron y tuve la tentación de no atender para que la broma muriera en el fango de mi indiferencia. Pero la curiosidad fue más fuerte que mi indignación. Un viejo muy bien trajeado que podría haber sido mi abuelo me saludó con un acento muy semejante al anterior.

− Buenos días. Quiero hacerle una observación.

− ¿No querría usted pasar? −interrumpí.

− No, seré muy breve −contestó. Encogí los hombros y me dispuse a escuchar otro gracejo.

− Si la gastronomía fuese una ciencia sus teorías deberían añadir conocimiento al mundo empírico y por tanto no ser tautológicas, contradictorias ni metafísicas, es decir incomprobables experimentalmente. Y me temo que como muchas otras supuestas ciencias humanas ésta que usted pretende ciencia no lo es. Por esto cuando se pretende lo contario cae en antinomias, demostrando tanto una proposición como su contraria. Antinomias del tipo la esencia de la fabada es el compango no las fabes y la esencia de la fabada son las fabes no el compango.

Dispuesto a rebatir al anciano me quedé con la idea compuesta en la cabeza y la palabra en la boca, porque como los anteriores, pero tras un “pase usted un buen día”, dio media vuelta. Me distrajo un segundo el testigo del ascensor mostrando que su destino era mi piso y antes de que pudiera expresar queja, al volver la vista, el último “demarcador científico” había desaparecido. Decidí no cerrar y esperé. La sorpresa fue mayúscula. A éste le conocí en cuanto se abrió la puerta del feliz invento. Tartamudeando levemente, agachándose también levemente, y con una ronquera que le daba un cierto aire de misterio me saludó.

− No haga usted caso. Es muy difícil convencer de una idea novedosa. Yo hice de mi oficio un esfuerzo por cambiar el paradigma culinario. Es cuestión de tiempo, constancia y trabajo. Usted y yo sabemos que sin ciencia no habría gastronomía moderna. ¿Acaso no es atrayente la idea de servir los guisos del norte en bocados llenos de sabor sin sufrir los rigores de su contundencia y sus consecuencias digestivas? Si se trata de palabras. Sea. Que lo llamen como quieran, ingeniería, tecnología, lo que quieran, en todo caso arte al servicio de la necesidad humana más fundamental.

Asentí y no me gasté en ofrecerle mi casa. Directamente le dije “muchas gracias, lo tendré en cuenta, hasta la próxima, buenos días”. De nuevo en el tiempo en que retiraba la mirada con el gesto de cerrar mi puerta, el famoso jefe de cocina había desparecido. Regresé a mi sillón con una cierta sensación de alivio porque al parecer ya se había terminado la chanza, pero también con algo de culpa por haberme mostrado seco y poco amable con el único que había expresado algo con lo que estaba completamente de acuerdo. Me pasó por la cabeza que el artífice de tan alocada broma carnavalesca me inclinaba hacia el anarquismo epistemológico de Paul Feyerabend, dispuesto a aceptar que no hay frontera entre lo que se considera ciencia o no, y que todo cabe, hasta considerar que no hay diferencia entre ciencia y mitología, y por ende tampoco entre ciencia y gastronomía.

− ¡Te has quedado dormido! ¿No tenías que escribir el aperitivo?

− No. Estaba pensando en ello y creo que ya está hecho. −Mentí mientras pensaba que las musas tienen muchas formas de presentarse y algunas especialmente curiosas. Su voz me sacó de un sopor del que no fui consciente hasta unos segundos después. Efectivamente tenía ese trabajo pendiente, pero se había resuelto solo, o casi. Ni filosofía ni ciencia, ¡necesidad!

©Óscar Fernández

No hay comentarios:

Publicar un comentario