sábado, 16 de noviembre de 2019

EL TRISTE INEVITABLE RETORNO


En memoria y homenaje a Manuela

Permítame la audiencia expresar nuestro descontento, el mío y el de seguro más de uno de los presentes. ¡Qué diantres nos pasa! ¿Acaso no quedó claro la primera vez? ¿Qué no se entiende cuando se dice que ni Kierkegaard ni Tarkovski ¿De verdad pretende alguien que se reitere en un “bis” lo ya dicho? No estamos dispuestos a insistir de nuevo en el asado. Ni a repetir, sin más, el contenido de aquel aperitivo. Comprendemos que las circunstancias de la anterior ocasión impidieran tratar el asunto que nos reunió; y que se tenga el trigésimo nono por “no nato”, abortado quizá, no tanto por el entretenimiento en prolijas visitas culturales, como por el poco fervor de los participantes, que muy disculpáblemente, se temían un tedio insoportable anunciado en semejante tema. El “bis” del Encuentro no justifica, ni exige el “bis” de nuestro discurso. 

¿Qué es un “bis”? Dice el diccionario de la Academia que proviene del término homónimo latino, que significaba “dos veces”. Como sustantivo, “en un concierto o en un espectáculo teatral, pieza o fragmento, a veces repetición de algo interpretado antes, que se ofrece fuera de programa para responder a los aplausos o a la petición del público”. O como adjetivo, “que constituye una réplica, imitación o equivalente de algo o de alguien”, o “pospuesto a un número de una serie para indicar que este sigue inmediatamente a ese mismo número ya empleado”. Como adverbio se usa “en las partituras o en otro tipo de impresos o escritos para indicar que algo debe repetirse o está repetido”; y es la interjección “para pedir un bis o repetición en un concierto o en otro espectáculo musical o teatral”

Nosotros no queremos hacer un “bis”, pero en rigor tampoco estamos haciéndolo respecto al tema del Encuentro, puesto que de suyo aquí solo hay repetición en el enunciado, y no hubo tratamiento efectivo del tema en su momento. Pero reconocemos que, como en un concierto, el artista principal será el mismo y que en otras ocasiones hemos interpretado melodías de aroma existencialista, hemos tratado con Kierkegaard, incluso dos veces, podemos admitir el uso del “bis”, como una interjección solicita tanto del ponente como de nuestro bien querido Presidente. Y a tales solicitudes no podemos negarnos. 

Abundemos entonces en la relación evidente que se da entre el planteamiento antropológico básico del existencialista y la mala educación gastronómica. Es más fácil liberarse de angustias cualesquiera con un asado que “disfrutando de Tarkovski” o abundando en el estudio del danés, decíamos en junio. Si el filósofo, al contrario que nosotros, se somete a dietas hipocalóricas, ayunos iniciáticos, o estoicismos baratos, dudamos mucho que solucione la terrible conciencia del absurdo. Ahora bien, reparamos que nos encontramos en la Residencia de Estudiantes y por experiencia nos tememos que va a ser difícil que la comanda ayude a pasar esta terrible prueba. 

En este sentido es obligada la referencia al menú, a las acelgas rehogadas, que muy a nuestro pesar, seguramente a la hora de pronunciar este aperitivo, aún permanezcan en él. Las acelgas nos transportan a la infancia, al menos a mí, a la sempiterna presencia de nuestras madres en la cocina. Las acelgas eran probablemente la verdura de hoja que más se preparaba en casa. Efectivamente, han acertado, llegue a odiarlas sin remisión, tanto rehogadas como, aún peor si cabe, cocidas con patatas y simplemente regadas con aceite y vinagre. De este modo, especialmente debieron servir para comprender, sin experiencia o vivencia exacta, el concepto de posguerra. Rehogadas con ajo y pimentón se me antoja plato ya de bonanzas desarrollistas. No hemos podido encontrar elaboración de algún afamado chef que nos reconcilie con las acelgas, y abrumados por el horror existencial del insufrible Tarkovski, el recuerdo de las acelgas maternas, en todo caso para nosotros, no resuelven, si no que agravan, nuestra angustia. 

Pero la infancia debería ser un bálsamo contra la angustia, una patria de reposo existencial, al menos desde la memoria. Y así preferimos recuperar los sabores y olores de sus albóndigas, sus croquetas, o su tortilla de patata con cebolla, en el orden de la cocina humilde de diario, o las manitas de cerdo guisadas y los chipirones en su tinta en mesa de domingo. Es el amor lo que salva las acelgas y las acerca a la medicina que proporcionan las albóndigas. La entrega de nuestras madres, sin compensación, el verdadero sacrificio, y no el del torpe y confuso título de la película, por segunda vez propuesta, es la sal de esas albóndigas. Ponga la audiencia en el lugar de ellas el plato que prefieran. Ese, el que ahora viene a la memoria y provoca la respuesta, ese que nos hace salivar y humedece la mirada, ese es el plato con el que nuestra memoria nos enseña cómo escapar a la trampa de la razón, que se enreda en fenomenologías existenciales. Nuestras madres sabían más de terapias antidepresivas que el mejor de los herederos de Jung, y más de producción natural de serotonina de la buena, a base de albóndigas, croquetas…, que la mejor síntesis de triptófano de la bioquímica más actual. 

Esta ha sido la más clara conclusión que hayamos podido obtener en todos los aperitivos precedentes y, que muy probablemente podamos obtener en los futuros. Toda la angustia existencial kierkegaardiana, toda la aspiración de existencia unamuniana, hambre de inmortalidad muy preferible al absurdo sinsentido que otros proponen, podrán nunca ser por sí mismas la solución. El amor que se expresa en entrega, el sacrificio que se olvida de sí, es la clave de la existencia. Ni Kierkegaard, ni Tarkovski, ni yo mismo, cuando más recalcitrantemente pesimista me encuentro, podremos nunca superar el abandono feliz del niño en brazos de su madre. El recuerdo de las acelgas me basta, ahora sí; y se torna con el tiempo la triste acelga en el más perfecto de los bálsamos. 

Por ello, levanten conmigo la copa en honor y recuerdo de nuestras madres, de sus albóndigas y sus acelgas, brindemos por su entrega desinteresada, esperanzados de merecerla.

©Óscar Fernández