sábado, 8 de febrero de 2014

LA LECCIÓN DEL SALMOREJO: CADA UNO A LO SUYO

Parece que Epícteto proponía no valorar lo ajeno como propio y viceversa, en una de esas obviedades a las que nos tienen tan acostumbrados los filósofos. Pero es verdad que muchos pesares del hombre infeliz, si no todos, proceden de no ajustar su juicio a este sentido común. Confundir lo ajeno como ámbito de libertad es una de las grandes torpezas que martirizan al incauto. Véase a tantos esforzados y valientes queriendo ganar la fama y el respeto de otros (mayor locura aún buscar el favor de otras), cuando tales objetos les son ajenos, no los poseen, y por tanto nada cabe hacer para alcanzarlos. En cambio, qué pocos se esfuerzan en dominar su voluntad, o su apetito, que es claramente propio y, por tanto, posible su dominio. Ser conforme a naturaleza debe significar no pretender libertad con lo que procede de fuera y no controlamos y, en cambio, ejercerla sobre lo que es nuestro y dominamos.

De esta consideración inicial a la propuesta ética estoica hay un mundo. No vayan a creer que defendemos nosotros, aquí ante esta mesa, un ideal de vida imperturbable e impasible. No es posible. No para nosotros y nuestro propósito general filosófico-gastronómico. Y, por otro lado, no nos vemos practicando, si es que fuera posible, la ataraxia y la apatía ante una soberbia lubina a la espalda o un lomo de ternera (el ya conocido mal llamado churrasco en esta casa) con sus inexcusables acompañamientos. Pero sí creemos en la posibilidad de un acercamiento entre nuestra propuesta societaria y el rigor racional al que aspira el estoico. ¡Desde la indiscutible percepción, que el estoicismo afirma, a la unidad cósmica, al orden racional del guiso bien trabado! Pero sin meternos dónde no nos llaman. ¡Sin recetas morales baratas, ni ataraxias, ni apatías! Ni los estoicos ni nosotros, somos quién para dar consejos.

Leemos el menú y caemos en la cuenta, no sin sorpresa ante nuestra propia ineptitud, que el camino de la semejanza señalada se encuentra en el análisis de uno de los entrantes: los canapés con salmorejo, jamón ibérico y aceite de oliva. Y su antítesis en cambio pareciera, a comensales mal informados, el postre: tarta artesanal cremosa de chocolate.

El salmorejo es una crema, de preparación tradicional cordobesa, que se elabora mediante un majado de cierta cantidad de miga de pan a la que se añade ajo, aceite de oliva, opcionalmente vinagre, sal, y tomate. No creemos que sea casualidad que una primera noticia de algo semejante (aún blanco) aparezca en el “Re Coquinaria” de Apicius, en lo que al majado se refiere; y no será muy aventurado afirmar que el origen del salmorejo se encuentre en una variante legionaria que mezclase “puls” y “posca” (las gachas de harina de trigo y la común bebida de vinagre y agua del esforzado soldado romano). No hay casualidad en que alguna aportación lúcida del estoicismo más conocido, el romano, el imperial, se pueda descubrir en unas gachas, porque eso es el salmorejo, por muy celebrado que sea, o acompañado que esté, simplemente unas gachas. Otros salmorejos hay, que poco tienen que ver con éste, y entre ellos, particularmente famoso el canario. Una cucharada de sal gorda, media docena de dientes de ajo, media cucharada de pimentón, y una pimienta picona en lascas dentro de un mortero, machacado y homogéneamente mezclado, se agrega aceite y vinagre para ser usado como salsa sobre la carne, preferiblemente blanca. Así ha alcanzado fama mundial el conejo en salmorejo.

En cualquier caso, salmorejo es metáfora de sobriedad y sencillez. Orden de ingredientes aparentemente irreconciliables que dan lugar a una armonía racional, esencia del mundo. El salmorejo es camino de conocimiento del Logos, de la Razón Universal. El salmorejo es acercamiento humano a la divinidad inmanente al mundo. ¡Estoicismo en estado puro! Las gachas estoicas fueron durante muchos siglos blancas, viudas medievales de luto, sin color. Alejadas de recetarios grandilocuentes, más ocupados de hedonismos franceses que de la sabiduría popular. Ésta, en ocasiones, enriquecía el salmorejo con alguna hortaliza, y finalmente, la popularidad del tomate a comienzos del siglo XX, enrojeció el salmorejo. Esta aportación ultramarina, y que el salmorejo se use como base untable para soportar jamón ibérico, es claro camino iniciático hacia la felicidad. La felicidad de lo ecléctico.

El chocolate desde 1520, que se hizo el primer envío desde América a la Península, hasta hoy, ha sido identificado con el placer. Se han alabado sus propiedades hasta puntos que rayan en el absurdo, y se ha abusado tanto de su uso, que parece imposible que pueda tener relación alguna con la corriente helenística que hoy nos ocupa. Hedonismo y chocolate parecen, en cambio, sinónimos. Del mismo modo que es un error confundir estoicismo y hedonismo como corrientes incompatibles o diametralmente opuestas, sería estúpido creer que una tarta de chocolate es la quintaesencia del disfrute gustativo, y un salmorejo sobriedad de ascetas. ¡Para qué seguir con aclaraciones! Quien no sabe disfrutar un salmorejo estará, del mismo modo, negado a gozar del chocolate. En el placer, y por ende, en la felicidad, es la actitud lo que cuenta y el conocimiento quien lo posibilita. Lo contrario es simple animalidad. Y en esto, como es natural, hedonistas y estoicos (de sentido común) coinciden.

Es la acertada combinación de los ingredientes, como en todo el quehacer culinario, lo que dio al chocolate el éxito debido. Lograr “pasar” el amargor natural con mil combinaciones del cacao y los más variados aditamentos (leche, azúcar, vainilla…), hasta el punto de que la síntesis supera a los ingredientes, solo aparentemente enfrentados. De la aparente simplicidad de las gachas, con tomate al salmorejo, que presta virtudes al excelso jamón ibérico, de inicio; y terminar, deleitándose en el aristocrático chocolate, cremoso, voluptuoso, sensual… Camino seguro de perfección. Ecléctica es la cocina y eclécticos hemos de ser nosotros. El eclecticismo, más que una filosofía, ha de ser una actitud que nos libere de aparentes contradicciones. Porque queremos alcanzar la actividad racional que nos es propia, y por tanto, el fin que solo se busca por si mismo. 

Sea a través del estoico salmorejo (que no lo es tanto), o por el hedonista chocolate (que lo es menos), así reconocemos a Epícteto su sabiduría y acertamos a ser un poco de Epicuro mientras comemos. No vemos más camino que éste; admitir que la felicidad está tanto en el saber como en el holgar, descubrir que depende de la actitud más que de los hechos. Hallamos en la recomendación inicial estoica la lección que se desprende del desvelamiento realizado de una oposición falaz. Ni estoicos, ni hedonistas, y sí algo de unos y de otros. Y para ser feliz, ejercer la libertad en lo propio, y no andar manoseando lo ajeno: ¡Nada de consejos morales! Arreglemos nuestra casa, no nos metamos a arreglar la del vecino. 
©Óscar Fernández