sábado, 3 de diciembre de 2016

MENÚ DE VERSOS Y PROSA

Veamos hoy si es cierto que el lenguaje poético abre un camino hacia la sabiduría. Para que esto sea posible la poesía debería ser algo más que un simple modo de comunicación. Y tampoco podría quedarse en un simple modo de disfrute estético. Debería ser capaz de otorgar un plus, un añadido al contenido más allá de su bonito y ocurrente continente. Se nos antoja que con la presentación de un plato pasa algo parecido. Una adecuada disposición de la guarnición, un napado delicado de una salsa que no sólo acompañe, o mucho menos oculte, si no que destaque las bondades del ingrediente principal, debiera decirnos más de lo que comemos que si tales aderezos faltasen. Lo común es comparar el montaje del plato con un lienzo donde se expresa el autor a través de la gastronomía como en una pintura o un relieve. En nuestra investigación de hoy la presentación de un plato sería lo que el ritmo, la rima, o las figuras literarias al contenido de un poema.

En todo arte los elementos de la composición no se añaden o se disponen por capricho. En las mesas ha de servir dicha composición para potenciar el trabajo de las cocinas, efecto que si se obtiene, bien podría ser calificado de genial. En el lenguaje poético la genialidad estribará en que el artefacto literario sirva al mensaje. 

Unos ejemplos. Sobre un plato liso de cerámica, de forma rectangular, unas sencillas croquetas venían a construir unas sobre otras, como sillares, un incipiente muro en el centro. Otras, casualmente desordenadas, ocupan el resto del espacio, aquí y allá, adornado de una ensalada de hojas verdes bien aliñadas.


Melosas sonrisas del marqués de las dehesas
se bañan en estanque de suculenta reducción,
protegidas por andinas solanáceas gallegas,
busca el artista comandero alegrar a su señor.
Mas por no parecer de pobre y triste mesa
adorna, engalana y enriquece su sabor,
sucumbe al embrujo de hechiceras 
y torna tubérculos por secretos de Sarrión.

La ventaja del artista plástico es que su lenguaje sirve para lo que se muestra en la sensibilidad, pero ¿es posible decir más allá de lo que los sentidos ofrecen? Ahí está el tema. Hace falta otro lenguaje para tratar de lo inefable. Hace falta algo más que juegos estéticos. En filosofía, en gastronomía, en lo que sea, hace falta algo que presentar, algo que decir, y no basta sólo con guarnición y salsa. 

Probemos ahora con otro menú, esta vez filosófico:

Habla el dichoso en su paraíso y canta:

Amor que por amor me haces
el bien que por el bien me tienes.
Esperanza que en la espera vence
fatigas de mi mismo y me sostiene.
Fe que por fidelidad concedes
vida que vivir para quererte.

Uno y tú es mi reposo,
sin ti el resto, nada.
No hay más verdad que tu bien,
ni más belleza que tu mirada.

Habla el descreído en su desierto y clama:

¿No habrás quedado tan extasiado de su belleza que te has vuelto ciego, de verdad?
¿No habrás disfrutado de tal modo de su bien que te has vuelto falso?
¿No habrás querido ser tan uno, tan tú, que te has convertido en otro?

Has creído amar y es mentira.
Sólo te has querido a ti,
porque no puedes querer a otro.
Pero no te culpes, es tu condición,
tu desgracia, tu valor.

Yo y yo y sólo yo.
Cosificado de mí.
Señor de ser nada.
Sólo aquí y ahora, sin esperanza. 
Y en este baldío desierto de amor,
sólo cabe huir, quizá al ayer… 
quizá al mañana.

Nada vale que recuerdes,
no eres tú ese yo de aconteceres
pasados, sin pena,
pero también sin gracia.
No te calma
huir del yo de presente atormentado,
bien al ayer, o mejor mañana.
Quizá baste con dentro de un rato,
sólo tu yo y su regazo.

Queda ya únicamente proponer que se aproveche el presente de nuestro encuentro. Comamos y bebamos con sentido; y júzguense, tanto los versos como la prosa, el ornato como la comanda, a la luz de la consideración precedente:

De nada valen las artes si no dicen nada.
No hay belleza en el engaño, ni bien alguno sin verdad.

©Óscar Fernández

viernes, 21 de octubre de 2016

ONTOLOGÍA DESDE LA CAZUELA

Una vez más somos empujados a realizar un esfuerzo que excede con mucho los límites de un aperitivo. Aún así no nos resistimos a intentar de nuevo mostrar, y demostrar, la posibilidad de elevarse desde la gastronomía a la filosofía más pura. A pesar de saber que remamos contra corriente, e incluso, más grave aún, entre las dolorosas galernas del escepticismo amigo, estamos empeñados en llegar a buen puerto y dejar firmemente establecido el fin irrenunciable de todos nuestros encuentros. ¡Vamos a ello!

Si nos preguntamos ¿qué hay?, en nuestro caso y en principio, cabe contestar leyendo el menú. Ese “qué” está haciendo referencia al contenido, es decir, nos señalará lo que clásicamente denominamos “quididad”: el fondo de la cazuela. Hoy lo que hay es merluza a la bilbaína. En definitiva un modo de aparecer lo existente que bien podría ser de otra manera. De hecho cuando sometamos “lo que hay” al juicio de la razón, tras la percepción sensorial para la que fue concebido, nos asaltarán prejuicios y experiencias (muy especialmente éstas) que empañarán de algún modo nuestra percepción del plato. Podríamos entretenernos en discusiones interminables acerca de la conveniencia o no de ese o aquel ingrediente, de ese o aquel condimento, de si fue excesiva o escasa la temperatura de cocción, o si tal técnica culinaria u otra fue la más adecuada para el tratamiento de la merluza. Y no acabaríamos. Pero lejos de deberse las interminables disputas, a un muy poco razonado criterio relativista, o al triunfante y pertinaz subjetivismo sobre el gusto que dominan estos tiempos sin apego alguno al rigor, se deberán más bien a la característica propia del objeto que nos ocupa, su mera posibilidad de ser. Todo lo que pueda ser, aunque de hecho sea, todo lo que pueda haber, aunque de hecho lo haya, solo será una de las maneras posibles de ser, uno de los infinitos modos nos atreveríamos a decir del existente que, por otra parte, dejará de serlo en cuanto demos buena cuenta de él. Tal constatación de la contingencia de lo existente, de lo que hay, obliga a preguntarse por qué lo hay y por qué es así.

Lo hay porque el artesano maestro de las cocinas ha puesto toda su experiencia y saber al servicio de nuestros paladares; y es así porque de la causa eficiente se encuentran en su efecto sus facultades, y de las posibilidades de la materia empleada se han extraído hábilmente sus aromas, sabores y probablemente potenciado unas y eliminado otras de sus cualidades nutricionales. Todo esto sin olvidar lo que los instrumentos, causas segundas, condiciones y circunstancias han otorgado al resultado final. Pero esta explicación estaría incompleta sin considerar lo que el comensal aporta, pues en lo que se refiere a la percepción sensible y al juicio del entendimiento tanto pone el sujeto cognoscente como la cosa que lo desata. Explicación en lo que hoy nos interesa inútil. Una vez más este complicadísimo proceso que exigiría análisis detalladísimo es vacío, porque seguimos fijándonos exclusivamente en lo que se nos da en el fenómeno, que existe sí, pero solo de modo contingente. 

Todos pueden tener o de hecho tienen noción de la merluza a la bilbaína perfecta, mayor que la cual no puede haber otra. Pero todos coinciden en afirmar que es más perfecta la merluza a la bilbaína que existe en la realidad que la que existe solo en el entendimiento. Luego todos han de admitir que la merluza a la bilbaína perfecta existe en la realidad, pues si solo admiten que existe en el entendimiento ya no sería merluza a la bilbaína perfecta. Esto lo dirán todos (probablemente todos vascos) pero no nosotros; y no porque dudemos de la posibilidad de una perfecta merluza a la bilbaína, de la virtud de los buenos cocineros, si no porque no confundimos el hecho de existir en la realidad, aunque sea una perfección, con el acto mismo de ser. Pues hay entes a los que no compete a su “quididad” ser, y han de recibir por tanto tal acto, tal perfección, de otro. Lo que nos lleva a pensar en la exigencia de un ser cuya esencia coincida con su ser, que sí le competa existir porque no recibe el acto de ser de otro, porque lo posee por sí mismo. Lamentamos tener que reconocer que la merluza a la bilbaína no es necesaria. El craso error del argumento expuesto más arriba radica en pretender obtener de la necesidad la contingencia cuando debe procederse justamente al contrario. Es baladí pretender explicar por qué hay lo que hay a partir de lo que necesariamente debe haber, es decir a partir del ser necesario descubrir racionalmente el ser contingente. Cuando precisamente se toma conciencia de que lo que hay, merluza a la bilbaína por muy perfectamente real que sea, pudiera no ser o, peor aún, pudiera ser de modo completamente ajeno al “quid” ancestral que lo define como auténtica merluza a la bilbaína (se considera aquí su contingencia quizá a la luz del quehacer culpable de un cocinero innovador de poco seso) la razón se ve entonces obligada a inferir que debe haber un ser necesario.

Avancemos desde las consideraciones medievales hacia la pulcritud racional moderna y apreciemos que tampoco existen razones suficientes que expliquen que lo que hay, en tanto que contingente, sea lo mejor de lo posible. Hablamos de la mejor merluza a la bilbaína, dicho en términos de orden, de equilibrio, no en términos morales. Sin ningún ánimo de ofender ni a los más reputados paladares ni a los más afamados maestros culinarios, no a pesar de Leibniz si no con él, todas las merluzas a la bilbaínas que fueron, son, serán y acaso sean, no serán lo mejor, como un todo considerado, matemáticamente ordenado por la obra de un hacedor perfecto o su correspondiente “gourmet”. Todo lo que hay, por el hecho de ser tiene por definición perfección, la que le corresponda, pero tal armonía de dicho mundo, no procede en el caso de las obras humanas (nuestro mundo) de la virtud de los agentes, pues estos no pueden otorgar lo que no poseen en su esencia (el acto de ser) y a su vez son, como sus efectos, contingentes, con su acto de ser recibido, accidentalmente obtenido. Mucho nos tememos que o cambiamos de perspectiva o concluiremos que hablemos de lo que hay en la cazuela, o de lo que hay en el mundo, lo que haya será lo mejor posible sólo gracias a Dios.

Cabe, frente a todo lo dicho, considerar que quizá hemos perdido el ser en la confusión con el ente. El existir con el existente. Deberíamos dejarlo todo para ser, para existir. Dejar de tratar de encerrar el Ser en nuestra pequeña Razón y ser, existir sin más, aquí, fuera de nosotros. Es el ser ahí, el ser en el mundo, el que está haciendo algo ahí, el que nos permite comprender que lo que hay, lo que es en sí, no es la clave del problema. Es el ser fuera de sí, haciendo y haciéndose en el mundo el que explica lo que verdaderamente hay. No hay una merluza a la bilbaína, hay un hacer y disfrutar la merluza a la bilbaína, sin elaboraciones intelectuales, experimentándola “en directo”, en una acción en que dicha experiencia se vuelve transitiva. Nos libraremos del ser copulativo para hacer ser. Podrán acusarme de epicúreo, de agnóstico sensista incluso, pero yo creo firmemente que el Ser me dio el ser para ser fuera de mí en la experiencia. Que quiso, en su Infinita Sabiduría, que mi existencia fuese aquí y ahora, también placer de una buena merluza a la bilbaína, disfrutando con vosotros, para vosotros, de ser. 

©Óscar Fernández

domingo, 26 de junio de 2016

MÁS ALLÁ DE LO QUE HAY

Agradecemos a nuestro anfitrión la originalidad de la propuesta, que no por insólita es ni menos excitante ni menos adecuada. Adecuada, pues habrán de tener en cuenta los presentes cuán apropiado es el ejercicio de la meditación, inspirados en el término “Wirklichkeit” según apuntó nuestro Presidente, en el presente contexto añadimos nosotros, del verdadero sentido de la experiencia gastronómica que practicamos.

“Wirklichkeit”, dicen, carece de correspondencia en castellano, pero por ahora, de un modo sólo aproximado, podríamos traducir por realidad efectiva o efectuada. Frente a “Realität”, por la que entendemos lo que se nos muestra existente, sensible o empírico; “Wirklichkeit” es la realidad más plena, la verdadera, porque incluye no sólo lo empírico si no también lo realizado, como avisa la raíz del verbo “wirken”, actuar. No sabemos si nuestra meditación inspirada en este concepto será en su sentido kantiano, hegeliano, quizá heideggeriano, o simplemente en lo que entiende con él el germano medio. Nosotros queremos entenderlo como realidad plena porque incluye lo posible. 

En cualquier caso este término, sin estricto correlato castellano, está haciendo referencia a algo más allá de lo que nos es dado. A nosotros hoy nos será dado, sensiblemente hablando, un menú sencillo pero inequívocamente alemán esperamos; y corresponde decir, según nuestra tradición sofigmática, que lo que comamos será verdaderamente real, no porque lo percibamos, si no por lo que inevitablemente incluye, que no es sólo fenómeno sensible, si no todo lo posible del que lo elabora, todo lo posible del que lo disfruta, y todo lo que fue o ha sido de las gentes, su historia y su cultura: Un auténtico “Realwelt”, o mejor “Wirkliche welt”, si se nos permite el atrevimiento conceptual.

No podemos obviar que hemos pasado hace prácticamente nada la noche de San Juan, fiesta del solsticio de verano donde en las hogueras arde lo antiguo y en el fuego se alimenta la esperanza de la renovación. ¿Por qué no soñar con poder disfrutar algún día de esta fiesta en tierras de la Germania Superior? No en vano su capital, Mogontiacum (Mainz), es famosa por sus fiestas de San Juan. Nos imaginamos felices degustando una buena porción de “Handkäse”, el “queso de mano”, o un especiado y aromático “Spundkäs”, tapa genial de mixtura quesera con huevo, cebolla, pimienta, comino y pimentón, servido con el típico “Brezel”. La gastronomía nos abre la puerta de una realidad más plena, al conocer de entre las excelencias que disfrutan estas gentes del norte, feliz y prontamente romanizadas, el “Saumagen”, guiso de tripa de vaca rellena de carnes variadas de cerdo muy especiadas y condimentadas con cebolla, mejorana, nuez moscada, pimienta y un etcétera interminable. Por si no fuese suficientemente contundente se acompaña con salchichas y patatas cocidas. Podemos comprender que la Legio XXII Primigenia lograra durante siglos repeler a las tribus de más allá del limes. Dislate anacrónico y casi herejía histórica que se nos permitirá en esta vivencia más allá de lo que hay, que nuestra Sociedad sostiene, promueve y practica. Abundando en ella, en la vivencia gastronómica libre de rigores historicistas, se nos ocurre comparar el citado “Saumagen” con el “Botillo”, e imaginar que la reorganización de la Legio VII Gemina Felix, con los restos de la Legio I Germanica, por Vespasiano, tuviera algo que ver en las similitudes contundentes de sendos banquetes cárnicos, el palatino y el leonés.

Hemos leído que la gastronomía del suroeste de Alemania tiene influencias francesas e incluso mediterráneas y ha de deberse sin duda a la ancestral riqueza vitivinícola del valle del Rhin. “Rheinhessen”, la más fértil y fructífera Región Productiva de Vino de Calidad de toda Alemania, con sus excepcionales blancos de uva Silvaner, que por menos ácida preferimos a la Riesling (como Juan, el alter ego de Julio Cortázar), por ejemplo para acompañar unos espárragos. ¿Que el tinto es escaso y caro? No nos importa. Nos dejamos subyugar por los vapores etílicos dulzones de un buen Riesling, mejor un “lunes de las rosas”, al comprobar que una costumbre sencilla, esencial diríamos, se ha convertido en denominación gastronómica típica carnavalera, casi plato nacional del Palatinado, la “www” o “Weck, Worscht un Woi”, panecillos, salchicha y vino. Sin más historias, sin más tonterías, tal cual. Excelencia obtenida de la sencillez, como casi siempre.

El color que proporciona el ahumado a las salchichas nos recuerda el rojo característico de los edificios de Maguncia, de entre los que sobresale ese monumento al románico lombardo en piedra arenisca que es su catedral. Azarosa historia la de esta obra con dos ábsides, típicos de las catedrales imperiales renanas, que alojan un doble coro para situar separadamente las sedes del Papa y del Emperador, como queriendo representar la equivalencia entre los dos poderes. Y es que entre otras grandezas, esa ciudad es sede episcopal. Su arzobispo fue principal elector imperial de entre los siete Príncipes Electores del Sacro Imperio Romano Germánico y ostentaba el cargo de “primas germaniae”, es decir para entendernos, el suplente del Papa al norte de los Alpes, primado con derecho a presidir todos los sínodos del Imperio. Desafortunadamente este grandioso edificio ha sufrido los avatares de la convulsa historia germánica y europea, y queda muy poco de la obra original románica, permanentemente en estado de restauración desde su primer incendio en 1081 hasta su casi destrucción en 1942. Como en casi toda Alemania, la obra restauradora de edificios históricos ha hecho un prodigio de recuperación sobresaliente. Ya quisiéramos que los cimientos de nuestra constantemente malherida Europa fueran la mitad de inamovibles. Y que los lazos que en mil ocasiones nos empeñamos los europeos en destruir resistiesen firmes como los muros de las naves de la Catedral de Mainz. 

No dudamos de la conveniencia de la meditación para tratar de elevarnos sobre la nuda realidad y alcanzar la plenitud. No sabemos si gracias a la meditación, más allá de un “Läwwerknepp”, esa especie de torta o albóndiga de hígado picado de ternera, o una “Kartoffelsalat”, aparentemente humildes, será posible encontrar la “Wirklichkeit”, pero estamos seguros de que nuestro sofigmático camino es el medio certero para descubrir, como probaremos hoy, verbigracia, la realización plena del alma europea en siglos de sabiduría culinaria. 

©Óscar Fernández

domingo, 15 de mayo de 2016

ODIOSAS COMPARACIONES

Difícil esta ocasión por dos motivos principales: la precipitación y la reiteración.

Con demasiada premura fue convocado este Encuentro, que es además celebración del Quinto Aniversario de la Fundación de SOFIGMA. No será la primera vez que tengamos que redactar un aperitivo a vuelapluma y probablemente, vista la experiencia, no sea la última. Lo que es seguro es que “el veintiocho” se llevará el récord. Obligada, entonces por esta primera razón, la petición de disculpas.

Por reiteración, puesto que el menú de hoy no se diferencia en lo sustancial del que tuvimos ocasión de disfrutar a la vuelta de las festividades navideñas. Las variaciones se dan en alguno de los entrantes, y vamos a tratar de fijarnos en ellas para sortear, con cierta dignidad, la segunda de las dificultades.

Es lugar común elogiar las croquetas de madres y abuelas, como las mejores que se han probado jamás. Así resulta que cada vez que se encuentra uno con ellas, tanto en menús de postín como en raciones de humildes tabernas, debamos escuchar de la compañía el consabido elogio familiar. Las comparaciones son todas odiosas por muchos argumentos, pero las que se establecen frente a los sabores y olores de recuerdo infantil, trufados de emoción filial, son especialmente injustas. De este modo lo que encontramos en el término opuesto comparado estará siempre en desventaja. Nada nos une emocionalmente al autor de, en nuestro caso, las croquetas de marisco; no nos salen gratis y al contrario que aquéllas no han pasado, en fin, por ese tamiz prodigioso de la memoria, que esconde en recónditos rincones lo que nos duele o disgusta y pone delante, siempre, lo amable o lo que nos hizo, aunque sólo fuera un instante, felices.

Por si fueran pocas las razones para rechazar tales comparaciones, ésta que nos ocupa se establece entre por un lado la novedad desconocida de lo sensible, ya prejuzgada desde el concepto establecido por una muy larga secuencia de experiencias asentadas desde la infancia, y por otro con, precisamente dichas experiencias sensibles de la infancia, que es, según algunos, la circunstancia inherente de nuestro yo más íntimo y personal, la única patria del hombre, dicen. Jamás se encontrará un “versus” más descompensado. Sería semejante a pedir a un emigrante que comparara, juzgando con objetividad, el paisaje que se abre ante sus ojos, dónde se vio obligado a llegar, y el recuerdo de la tierra que hubo de dejar.

Otro detalle. Dudamos mucho que ninguna de nuestras madres o abuelas hicieran croquetas de marisco. Las croquetas son en origen cocina de aprovechamiento, arte al servicio de “sobras y restos” devenido en técnica culinaria de envolvimiento, no siempre honrada, de los más variopintos ingredientes. ¿A alguien le ha sobrado alguna vez marisco como para tener que reciclarlo en forma de croquetas? No queremos decir que no sean lícitas las croquetas de lo que sea, queremos decir que no es lícita la comparación de croquetas con dispares ingredientes y de intención tan distinta. Por lo tanto recomendamos que, salvo el socorrido juicio a la calidad de la textura de la bechamel y a la corrección de la fritura, obviemos el sabor y el aroma en la discutible, pero inevitable, comparación entre la imagen sensorial del recuerdo parcial emotivo y la imagen sensible inmediata de la percepción presente.

Este discurso sobre la croqueta nos ha llevado a una cuestión muy oportuna en todo debate; más aún en el que anuncia el tema de nuestro Encuentro. La conveniencia de comparaciones entre términos que, o se presentan como opuestos y quizá no lo son tanto, o al contrario sus diferencias son tan enormes, que no cabe comparación posible.

Díganme si no ustedes si hay algo de falacia o no, análoga a la expuesta en nuestro argumentario sobre las croquetas, en el empeño por oponer naturaleza y cultura, libertad y determinación, liberalismo y comunitarismo, o en fin, entre individuo y sociedad.

Nos rebelamos contra la dialéctica forzada, obligada por prejuicios academicistas. De la misma manera que nos parece perfectamente razonable acompañar, elevar diríamos nosotros, unos chipirones a la plancha con la amorosa y lenta caramelización de la polivalente cebolla; de la misma manera decimos, pedimos que no se oponga el individuo, sus derechos y libertades como tal, a la legítima esperanza de una comunidad justa sin desigualdades de clase o condición.

Tomamos partido, porque no queda otra, por el espíritu y su ideal ilustrado, que es el mismo de la sabia lección magistral del conocimiento gastronómico, unir lo diverso para mejorar y elevar ingredientes individuales a la síntesis suculenta del conjunto.

©Óscar Fernández

lunes, 9 de mayo de 2016

Individuo y sociedad

Partamos de algunas idea conocidas:

El hombre es un ser social por naturaleza.

El ser humano se identifica como persona. 

Persona en la definición clásica de Boecio es la sustancia individual de naturaleza racional. En Kant esa naturaleza racional es la que le confiere dignidad, es decir la consideración de que es un fin en sí mismo, no un medio para otro fin; precisamente lo que le identifica como persona, no como cosa.

El debate teológico sobre la Trinidad acentuó para el término persona su origen etimológico, del griego “prósopon”, que significa máscara, la que se utilizaba en el teatro y que incluía la bocina para aumentar el volumen de la voz (personare en latín, “sonar a través de”). Podría ser así algo distinto del sujeto, algo que lo muestra con resonancias especiales.

Podríamos pensar que no se puede cumplir estrictamente con la definición de Boecio sin la sociedad, puesto que para alcanzar en plenitud dicha naturaleza racional se necesita de la sociedad. Dicho de otro modo, el individuo solo puede perfeccionar en sociedad su propia naturaleza. Quizá la sociología que ha identificado la persona con el rol social esté señalando el aspecto de “máscara”, del término en griego, el papel que el individuo ocupa en el gran teatro del mundo.

La persona es sujeto de derechos y deberes.

También en Kant el ser racional es el ser autónomo, el ser moral, cuya condición es la libertad. De esta consideración de responsabilidad, de autonomía moral, se puede deducir el sujeto de derechos y deberes, del término persona en sentido jurídico o político.

La independencia, en la que la Modernidad insistía, será el germen del concepto de libertad individual entendida en sentido político, clave del liberalismo clásico.

En la discusión entre comunitarismo y liberalismo son interesantes estas reflexiones de Zygmunt Bauman en su libro La Posmodernidad y sus descontentos:

“La ‘diferencia’ liberal es sinónimo de libertad individual, mientras que la ‘diferencia’ comunitaria es sinónimo de poder del grupo para limitar la libertad individual. Lo que los comunitarios postulan equivale a dar licencia a los grupos para ejercer dicho poder sin interferencia”

“Llamen como llamen a su preocupación, lo que a los individuos les molesta realmente es el riesgo innato a la libertad; independientemente de cómo describan sus sueños, lo que desean es una libertad libre de riesgos. El problema es, no obstante, que la libertad y el riesgo sólo aumentan y disminuyen juntos”

El debate sobre los derechos humanos, sobre la garantía de los derechos individuales, la prioridad de la libertad individual sobre la organización social, se relaciona con las dualidades tópicas de naturaleza-cultura, individuo-sociedad, libertad individual-sociedad civil.

Finalicemos con algunas preguntas radicales que seguro motivarán el debate y quizá, con suerte, el envío de algún texto ilustrativo para el venidero Encuentro:

Si somos personas, libres, seres sociales, sujetos de derechos y deberes ¿por qué la justica social y el ideal de bien común son tan esquivos?

¿Es incompatible el ejercicio de la libertad del individuo con la justicia social?

¿Es la democracia occidental representativa el único sistema garantista de derechos, deberes y libertades?

¿La desigualdad social es el peaje inevitable del liberalismo político?

Tras milenios de historia de la Humanidad, ¿de verdad que es imposible este ideal tan hábilmente expuesto por Amitai Etzioni: "Respeta y defiende el orden moral de la sociedad de la misma manera que harías que la sociedad respetara y defendiera tu autonomía"?

Es apremiante encontrar algunas respuestas. Corro el riesgo de hundirme en un pesimismo antropológico y existencial de consecuencias políticas terribles. Sin algunas repuestas o esperanza de ellas, somos pasto de salvadores de la patria, gurús del orden social y chamanes del progreso. Somos terreno abonado de ideologías populistas, de fácil propaganda, que terminen por traer de nuevo, o extender definitivamente viejos totalitarismos de la mayoría, o de la minoría, o simplemente del más fuerte.

sábado, 12 de marzo de 2016

JUSTICIA Y BRANDADA DE BACALAO: REMEDIO A UN VACÍO


Me encontraba en la tesitura de dar con la ocurrencia feliz, por vigésimo séptima vez, cuando comprendí que o había perdido el favor de las musas, o en realidad es que no había de dónde sacar, ni del menú ni del tema, tan manidos uno como el otro.

Me encontraba en la coyuntura de dar con la clave de bóveda, con la solución al nudo gordiano presentado a modo de problema kantiano, irresoluble en el uso teórico de la razón, tal y como en principio siempre se plantea: ¿hay relación entre el tema y el menú?

Me encontraba en la obligación de llenar el vacío insondable del papel en blanco, cuando confirmé que nada de lo que saltaba a mi razón tenía que ver en modo alguno ni con la justicia, ni con la propuesta de las cocinas.

Eso sí, entre todo lo que me distraía de la tarea principal, he podido aislar una serie de cuestiones que merecerán, en algún momento, un detenido análisis. Verbigracia, ¿hay fundamento científico que sustente la creencia en que los guisos mejoran de un día para otro? Y en caso afirmativo, ¿podría sustentarse así, análogamente, una teoría optimista del futuro del orden social, en la que, como un guiso, mejorara la realización práctica del ideal de justicia cuanto más se retrasase su aplicación?

Otro ejemplo: la conocida discusión a propósito de las diferencias y semejanzas entre los términos cocer, guisar y estofar. En concreto, ¿qué relación puede haber entre el estofado como técnica culinaria y el estofado como técnica de ornamentación de relieves tan prolijamente utilizado en el arte? Es de justicia reconocer a la Real Academia de la Lengua Española su trabajo aclaratorio a propósito de estas disquisiciones taxonómicas, pero deberemos ocuparnos en otra ocasión de ellas, pues cada vez que intentaba aterrizar en nuestro menú, no encontraba guisos ni estofados. Y si aterrizaba en las disputas filosóficas alrededor de la justicia, tres cuartos de lo mismo. 

Quise alcanzar el espejismo de un oasis donde descansar mi hastío gracias a la brandada de bacalao, única propuesta que en el menú parecía mostrarse con posibilidades. Pero ya digo que solo era un espejismo, una alucinación de la razón que sedienta de ideas, de nuevo en sentido kantiano, otorgara contenido en el uso práctico a lo que en el teórico carece de tal. Y ahí, en la ficción de la imaginación y en el monstruo producido por la razón, hallé una sombra en la que descansar aliviado, un pozo de aguas frescas con el que calmar mi sed de esperanza. Un lugar donde dar sentido, significado, a la aparente quimera de la justicia; una idea que se me mostraba sin contenido coherente en teoría y que la sencillez práctica de la brandada de bacalao quizá pudiera resolver. 

El monstruo producido por la razón teórica era el siguiente. Justicia es un término que incluye una contradicción, o al menos se me representa como un concepto que más que equívoco parece vacío. La justicia dicen exige, de partida, un cierto modo de igualdad que de ninguna manera puede aceptarse como posible entre individuos que de suyo se definen como indefinibles, es decir únicos y, por ende, irrepetibles, desiguales. Si no es en la igualdad, quizá en la semejanza pudiera fundarse un orden social moralmente aceptable, lo que en último término significa justicia. Pero de nuevo caemos en el desaliento al comprobar que habría de ser precisamente negándola, la semejanza, donde encontraríamos justicia, pues para ser justos hay que atender precisamente a la diferencia. 

La brandada de bacalao, en cambio, es todo sentido, síntesis superadora de lo diverso. Brandada es la castellanización del verbo catalán “brandar”, que significa balancearse, trotar. Es un movimiento de vaivén, idénticamente expresado en occitano, y que en ambas lenguas tiene un sentido claramente sexual. El invento catalán es un plato de invierno tradicionalmente preparado por hombres, una emulsión, antiguamente machacada al mortero, en la que se monta bacalao levemente hervido y aceite de oliva. Se dan en múltiples lugares variantes que introducen, ajo, perejil, cebolla, laurel, patata, etc., pero en todas ellas la clave es la conjunción de la grasa del aceite y la proteína del bacalao, ayudada en la ligazón por el colágeno. Frente a la variante afrancesada que suaviza en extremo la mezcla con nata, preferimos la contundencia de la versión manchega conocida como “atascaburras”. La crema obtenida, en todo caso, es perfecta para untar unas tostas, o como en nuestro caso, rellenar unos pimientos del piquillo. Lo que de suyo es una combinación perfecta, síntesis como ya hemos dicho de lo diverso, combina perfectamente con todo. Ahí radica su valor dialéctico. Siempre es así. Lo coherente en sí, unido a otro distinto, otorga sentido al conjunto. 

En la desesperación de un desierto sin ideas, de un mar sin orillas, agobiado por el esfuerzo inútil de resolver lo irresoluble apareció un atisbo de esperanza, la brandada redentora. En el borde del precipicio que suponía admitir que no conozco nada de la justicia, que nada me decía el menú sobre ella, la brandada de bacalao me ofreció las alas con las que saltar sobre el abismo y contemplar un paisaje de justicia a mis pies. 

Propongo que al degustar los pimientos rellenos de brandada de bacalao podamos pensar la justicia, no conocerla, postularla en fin. Y gracias al placer gastronómico intuir el camino que nos lleve a la utopía de un orden social moralmente admisible. 

©Óscar Fernández

domingo, 24 de enero de 2016

NUNC EST BIBENDUM, NUNC PHILOSOPHANDUM

No se puede decir más claro, amigos. Citamos al gran Horacio y además publicitamos a una taberna extraordinaria de gran fama en nuestros días allá por la Cava Alta. Las Cavas, Alta y Baja, quizá mucho más ésta que aquélla, traen a mi memoria sensible (¡vaya reiteración!) olores de infancia bien acompañada, olores de frituras y sabores lentos de guisos de callos y pucheros de garbanzos. Recuerdo de regresos cansinos pero esperanzados en las buenas tapas del aperitivo, tras la caminata pesada entre los puestos del Rastro. Y el broche final del almuerzo, en casa, mañanas felices y placenteras de domingos irrecuperables. Pero no nos dejemos embaucar por la añoranza, más al contrario sirve esta memoria, al esfuerzo obligado del auténtico placer, que es beber y comer, vivir, como me enseñaron de niño. Placer es el que nosotros practicamos, a sabiendas, prudentemente sabios, muy alejados de las trágalas y orgías, excusa de mediocres e insensatez de ignorantes. 

Es la gula, frente al placer, que entendemos sinónimo de templanza en el más clásico sentido del Maestro de Meneceo, pecado capital de la nación de la estulticia. Porque no descubrimos nada si señalamos que el comer por comer es como el hablar por hablar. Pérdida de tiempo y salud. Y es que es común confundir el “carpe diem” con el disfrute instantáneo de lo sensible presente. Disfrute propio del niño aún inconsciente. La actitud más infantil pensable no puede ser comparada con la sabia propuesta del Flaco. El enemigo, que fue de Augusto, y después ante él por Mecenas promovido; el que fiel a sus principios epicúreos aceptó el regalo de una finca donde practicar el “beatus ille” antes que servir al César, el divino Horacio, se removería de su tumba enfurecido ante tan torpe analogía. 

Se nos escapa por qué frente a este ideal que compartimos de vida retirada y aprovechada, es decir vivida, haya de ser en cambio mejor ejemplo, para algunos, una mala entendida “aurea mediocritas”. Pues no es dorada mediocridad, sino dorada moderación, libertad ante los excesos, ejercicio de la prudencia. Es más, ante este menú de hoy, sostengo que lo excelso, lo sublime y lo divino se encuentra en la síntesis, hasta aquí descrita, de amor por la vida retirada, bien aprovechada en el presente, y alejada de los excesos. 

Efectivamente el menú de esta noche es ejemplo claro del auténtico hedonismo. La parrillada de verduras, única forma civilizada de consumir lo que de suyo es estricta naturaleza. Ejemplo de humildad policromada es la sobria ensalada de berros con mostaza corregida o la insípida espinaca de queso engalanada. Las socorridas croquetas, magnífica invención de abuela que nada desaprovecha, perfecta elección de un juicio sabio. Y los crepes rellenos de bacalao, versión cuaresmal y bretona de los carnavaleros frisuelos, concesión ocasional al gusto para afrontar con buen ánimo tiempos futuros de penurias. Todos ellos, compartidos, son antesala del más y mejor aprovechado presente. 

De los platos principales, carrillera para unos, lubina para otros, diremos, en ambos casos, que sirven perfectamente al buen comensal, el que sabe disfrutar del lujo razonable porque poco necesita o con poco se contenta. La carrillera, que pudiera engañar por su suavidad y delicadeza a un imprudente glotón o a un torpe cocinero, debe ser bien guisada y degustada lentamente, con tiempo, porque si se hace lo contario queda muy dura en un caso y difícil de digerir en el otro. La lubina, cuando es salvaje, es pescada en meses fríos cuando se alimenta de pequeños crustáceos, quisquillas, algas y peces más pequeños; gourmet de las rías que los cocineros modernos rescataron de los menús para enfermos con el noble fin de servir alta cocina saludable. En los dos casos, insistimos por tanto, comida más propia de principios epicúreos que de hedonismos falaces, de comer tranquilo y sosegado que de sensismo glotón precipitado. Más del buen discípulo Horacio que de atolondrados cirenaicos. 

Queda por tanto establecido que entendemos correctamente el hedonismo de Horacio como la propuesta de una felicidad basada en el placer que la vida retirada proporciona, en el ejercicio de la moderación que permite vivir conscientemente el aquí y ahora. O de otro modo, disfrutar en esta acogedora casa, de verduras, ensaladas y otros entrantes bien equilibrados y reposadamente darnos el homenaje con la carrillera o la lubina. Todo dicho sea de paso, regado con buenos caldos. 

Y así permitidme, ¡oh amigos!, que con la venia del divino Horacio, parafrasee sus versos y proclame: 

“Beatus ille qui procul negotiis,
ut prisca gens doctorum
orbem escas sapientia exercet sua,
solutus omni dubio,
neque excitatur epulis stultus perfidis
neque horret iratum faenoris,
celerem prandiumque vitat et superbam civium
potentiorum mappam.”


En “román paladino”:

Dichoso aquél que lejos de los negocios,
como la antigua raza de los sabios,
dedica su tiempo a trabajar las mesas del orbe con su propio saber,
libre de toda duda,
y no es provocado, como el estúpido, por los banquetes falsos,
ni se asusta ante las iras de la cuenta,
y evita la comida rápida y el mantel soberbio
de los ciudadanos poderosos.

©Óscar Fernández