viernes, 11 de diciembre de 2015

DE LA PROPIA IDENTIDAD Y LA DECONSTRUCCIÓN DE LA TORTILLA

Proponemos hoy adentrarnos en la discusión acerca de lo que efectivamente otorga identidad, propia y ajena. Parece entonces pertinente plantear si puede llamarse ensalada a la mezcla de cualquier ingrediente, como de la que daremos cuenta de inmediato. ¿Basta con que haya verdura de hoja? ¿Debe estar aliñada? ¿Puede presentarse templada? ¿Qué es en realidad ensalada? La introducción de las gulas, como es el caso, un subproducto industrial del pescado procesado, artificio donde los haya de la soberbia humana ¿atenta contra la convicción general del carácter natural de las ensaladas? ¿Es la espinaca la que otorga identidad a la ensalada? Puede argumentarse que ensalada es lo que etimológicamente designa el término, es decir, del latín vulgar “salata”, forma corta de la expresión “herba salata”, verdura salada. El popular plato romano de verduras cortadas aliñadas con aguasal. Podríamos aventurar que el exceso de ingredientes que se mezclan con la verdura, o su excentricidad, lleva a una pérdida de la identidad del plato. Lo que haría de, por ejemplo, los calamares a la andaluza, modelo de rigor identitario, tan someramente manipulados ellos, simplemente pasados por harina y abandonados a su suerte en el aceite hirviendo. Si se reconoce a la ensalada a pesar de sus infinitas variantes, si se reconoce ensalada a la nuestra templada con espinacas, gulas y gambas, será porque se admite la existencia de la identidad de la ensalada. La que es igual a sí misma, se vista como se vista. De esta guisa los calamares en el sobrio tratamiento andaluz son más reconocibles. Curiosamente los calamares a la andaluza, solo lo son fuera de Andalucía. Allí son simplemente fritos, diferenciados de los rebozados con huevo, a los que comúnmente se conoce como a la romana. Les ocurre a estos calamares como a casi todos con su identidad propia, en ocasiones, solo se descubre fuera de su propio ámbito. Hay que estar fuera de casa para reconocerse de casa.

Ensalada y calamares se reconocen sin dudas. Una por más que se esconda y los otros por impúdicos, ambos se reconocen de modo cierto. Nadie confunde ensaladas con cocidos, ni calamares fritos con rebozados. La certeza con que se presenta un fenómeno es la instancia última de su aceptación por parte del sujeto que conoce, ante el que se presenta. 

A propósito de esto permítanme una digresión de fenomenólogo aficionado. Cualquier fenómeno en su aparecer mismo exige un sujeto y, sorpresivamente en cambio, puede prescindir, sin gran disgusto, de la existencia real de lo contenido en ese aparecer. Dicho de otro modo, el fenómeno, en cuanto objeto de la conciencia, es siempre el predicado de un sujeto, incluso cuando el contenido del predicado sea dudoso. Si admitimos que el sujeto no puede ser puesto entre paréntesis, mientras que prácticamente todo lo demás sí, es porque de todos los contenidos de nuestra conciencia lo único que es cierto es nuestra propia certeza. No hay más clara certeza del yo que la certeza misma. Cuando se da el salto metafísico que supone otorgar carácter absoluto a esa certeza y elevarla a la categoría de ser, es cuando tomamos conciencia del yo, y nos identificamos.

La propia identidad es una certeza constantemente amenazada. Amenazada por el carácter intencional de la propia conciencia, empeñada en trascenderse sin salir de sí. Amenazada por la imposibilidad de comunicarse con otras identidades que solo son accesibles a sí mismas. Amenazada por la permanencia de las representaciones sin poder representarse a sí misma. Amenazada por las leyes de un universo de movimientos determinados contrarios a su propia determinación. La conciencia del yo es problemática para la propia conciencia. La certeza del yo es por el contrario categórica. En un universo de fenómenos inciertos, en un océano sin costas, sin continente, aparece una sola tabla donde asirse, el yo, una certidumbre de carácter tan íntimo que todo esfuerzo por desentrañarla se nos antoja inútil. No podemos dejar la tabla a la que nos agarramos, abandonar nuestro único asidero, sin acabar finalmente por ahogarnos. 

Más enjundia presenta el asunto cuando se somete el yo a la consideración de su propia identidad. El yo, inseparable del fenómeno corpóreo, en constante movimiento, ya sea subjetivo, orgánico o trascendente, ya sea sujeto cognoscente de sí o carne física aparentemente fuera de sí, parece que ha de ser necesariamente yo. Deberíamos poder “deconstruirnos” para intentar desentrañar el misterio cartesiano, mucho antes platónico, y aunque lo quieran disolver por todos los medios, misterio también para materialistas “eliminativistas” contemporáneos. 

Tal deconstrucción no será la misma famosa deconstrucción de la cocina contemporánea. El gran hallazgo de Adriá, que le permitió superar la influyente nueva cocina francesa para reivindicar la cocina tradicional vestida de nuevas texturas, formas y temperaturas sin perder la esencia gustativa reconocible por un comensal culturalmente afín. Cuando se pretende presentar la esencia misma de un conjunto de sensaciones, la clave que permite distinguirlas, en una disposición que atenta contra la estructura habitual en la que se nos presenta, por ejemplo en una tortilla, resulta inútil el esfuerzo por convencer al comensal de que a pesar de lo que experimenta, está tomando efectivamente tortilla. No hay que convencerle porque reconoce la tortilla más allá de lo que se le presenta visualmente. No es lo mismo pero se parece. Si “deconstruimos” en el sentido “derridiano”, inspirados en la “destruktion” de Heidegger, la identidad personal, el yo íntimo indubitable, descubriríamos el recorrido metafórico y metonímico del término, para concluir que es el fenómeno del transcurrir en el tiempo lo que identifica el ser de la autoconciencia. Es la memoria la que juega el papel fundamental en el “autorreconocerse”. Así sucede en la deconstrucción culinaria. Se apela a la memoria gustativa de los fogones tradicionales para el reconocimiento de la tortilla de patatas en una copa de cóctel, donde la patata es una espuma, la cebolla se oculta caramelizada en una gelatina y el huevo en una crema sin su clara.

La tortilla de hoy, será de patata, pero no “deconstruida”. Será trufada, lo que muy lejos de despistar al paladar potenciará la inequívoca experiencia de la más insigne combinación gastronómica moderna y española. Ya fueran navarros los autores, según la primera referencia documental conocida de 1817, o verdadera la leyenda carlista que hace a Zumalacárregui padre de su popularización, ya fueran paisanos de Villanueva de la Serena, o el cocinero aragonés Teodoro Bardají su descubridor, la tortilla de patata es y será pura identidad española. Yo, en cambio no termino de saber quién soy. Quizá soy mi cuerpo… Quizá no... Lo que sí me seduce es que soy yo, indubitable vosotros y yo, compartiendo una espléndida tortilla de patatas.

©Óscar Fernández