Andaba estudiando las excelencias que
ofrece la carta de esta casa, absorto en someter cada plato al asedio
orteguiano, analizando la cuestión planteada con un espíritu atento, tratando
de obtener sus elementos más simples y así poder intuir de cada cual su
atributo. Había ya librado los manjares de todo adorno, incluso del de la misma
existencia, hecha en mi espíritu la epojé exigida en este empeño nuestro de
ciencia estricta cuando se produjo el increíble acontecimiento. Estando en
éstas fue, en un arrebato de aparente locura, en un éxtasis de tintes casi
místicos, que se me mostraron las viandas, salsas y demás representaciones del
arte de los fogones como en una epifanía pagana, un torrente de inspiración
clásica, ejemplos patentes de la dádiva generosa de las Musas. Tan sorprendido
por la vorágine de gracia estaba, tan desconcertado por las presencias divinas,
que no acertaba a comprender, como no una sino las nueve hijas de Zeus,
vinieron a inspirarme. Me vi transportado, como en un sueño, a un gran salón
ocupado por mesas repletas de los objetos de mis disquisiciones. A su alrededor
disfrutaban los más famosos sabios de Occidente, extasiados ellos como yo del
servicio y cuidados que recibían de aquellas mujeres extraordinarias.
Me acerqué a la mesa del fondo de la
sala. En un extremo conversaban Monsieur René y Mr. Hume. Mientras que uno
disfrutaba del atún, el otro daba cuenta de un lechazo. La de bella voz, Calíope, declamaba las bondades del
atún, con frases tan acertadas que me parecieron sin necesidad de corrección
alguna, acabadas y perfectas. Al reparar en mi presencia me susurro, como si
por Adonis me tomara, que considerará galantear con el escepticismo unos meses,
con el dogmatismo los siguientes y el resto lo dedicara a lo que más me
placiera. Es verdad que siempre he tenido al atún por un pez incierto, ora
crudo, ora poco hecho, unas veces enlatado, otras guisado… Clío se entretenía sirviendo el lechazo con una habilidad "more geométrico" para quien
mejor sabría disfrutarlo. Aunaba esta escena, a mi parecer, tradición
castellana, plena de recuerdos de la gloriosa historia de Castilla, y la
elocuencia del asado sencillo, lento, sin otra ayuda que el agua, sin adornos ni
florituras, con sobriedad cartesiana.
Casi justo enfrente se dejaban los
eléatas embaucar por los cantos de la amorosa Erató. Acompañada por las melodiosas notas de su laúd, acerté a
escuchar sus increíbles versos, de rima primorosa y ritmo cadencioso, sensual.
La muy placentera, de agradable genio y buen ánimo, Euterpe, flauta en mano inspiraba la melodía del Universo al
mismísimo Pitágoras, acompasándola al concupiscente son que disfrutaban
Parménides y sus amigos. Aquí no había disputas. Con la misma armonía que las
divinas hijas de Mnemósine mostraban en su arte, los adoradores del "Ser
en sí" y lo "Uno" convenían que tanto era el rape como el
rodaballo, quintaesencia de los sabores marinos, suavidad de las carnes blancas
prietas, bien tratadas por la mano experta de los cocineros.
Quise recorrer entonces las mesas que
se encontraban flanqueando las dos precedentes, todas ellas dispuestas
alrededor de una hermosa fuente de la que manaba el mejor de los vinos que probé
jamás. A mi izquierda se encontraban el Filósofo y su Maestro. Más que discutir
éstos en realidad se hacían preguntas uno al otro, y matizaban sus respuestas
el otro al uno. De soslayo, como no queriendo prestar atención observaban como Melpómene, enmascarada, me enseñaba la
lección de los huevos camperos rotos con jamón ibérico. “Parecen tenerlo todo, que nada les falta y, sin embargo, no es
suficiente para ser feliz: la tragedia de los huevos rotos”. “¿Hay prudencia posible degustando huevos
rotos con jamón?”, inquirió el uno. “Parecen
plato excesivo, difícil encontrar el término medio”, contestó el otro. “Quizá alguno de los presentes pueda explicar
cómo a partir del fenómeno, puedan los huevos rotos ser objeto dianoético”,
me atreví a proponer en voz alta. "Sin
duda es muy sabio optar por ese plato", escuché a mi espalda, "o por cualquier otro de los que se sirven
en este ágape". Al girar sobre mi mismo sorprendiome el hombre más
puntual de la historia, acompañado de Polimnia,
la de muchos himnos, inventora de la agricultura, que recitaba cantos sagrados
sobre las auténticas bondades del salpicón de marisco. "En el reino de los fines, bajo la condición de la libertad y el
postulado de la inmortalidad, todo fenómeno puede ser objeto de imperativo
categórico, amigo mío. ¡Coma, coma usted, no se prive, es un mandato incondicional!
Sin criticar que éstos que aún duermen el sueño dogmático prefieran despertar
con unos huevos rotos, pues no parece mala cosa, ha de convenir conmigo que
este salpicón de marisco aderezado por los cantos de la Musa permiten obtener ideas
muy justas y cabales." Pensé que no le faltaba razón al prusiano y que
las delicias del mar con el valiente acompañamiento de las hortalizas y una templada
vinagreta, eran síntesis muy prudente, y por ende, muy justa.
La escena más bucólica se
desarrollaba en el jardín alrededor de otra fuente de la que manaba deliciosa ambrosía.
Rodeada de aduladores que jugaban semidesnudos, Talía reía mostrando sin pudor sus encantos. Sin poder salir de mi
asombro, allí estaban Cicerón, Diógenes y Aristipo, embelesados con las evoluciones
de efebos, ninfas y jóvenes amantes. Salvo el último, al que podría comprender
en su actitud, no acierto a explicarme la de los primeros. Eso sí, disfrutaban
de un arroz con leche, que siendo excelente, no parece el más voluptuoso de los
postres posibles, pero sí quizá cínicamente aceptable para un estoico, o
estoicamente para un cínico.
Regresé al salón. Terpsícore, cerca de la última mesa, no
muy lejos de donde vi a Euterpe, deleitaba con su danza a los que preferían el
rabo de toro. Me uní a ellos. La celestial Urania,
vestida de azul y coronada de estrellas, lo servía mientras hablaba del
movimiento perfecto de los astros. Su público era el más numeroso y variopinto.
Nicolás, e Isaac escuchaban. Un tal Popper refutaba y demarcaba todo lo que decía
un grupo de matemáticos y físicos que pasaban de los quarks a los neutrinos,
sin dejar de hablar de un gato que se había perdido. No entendí nada y fijé la
atención en el otro extremo. Allí, sin dejar de dar bocado al guiso, discutían
un grupo de alemanes muy acalorados. Hablaban de política, no hay duda. La
danza desde antiguo ha servido para enseñar al hombre su lugar en el mundo,
quién es y a qué grupo pertenece. El hombre es un ser social, un ser danzante. Quizá
por eso el más heterogéneo de los grupos solo podía mantenerse unido gracias a Terpsícore
y al rabo de toro. Yo soy de los que opinan que todo guiso de carne siempre
debe pasar por la reacción de Maillard, esa danza del azúcar y las proteínas,
que preserva los jugos en un vestido bronceado lleno de aromas celestiales.
Confuso entre órbitas planetarias, partículas subatómicas y discusiones sobre
el buen gobierno, me vi de nuevo solo ante el papel en blanco, y caí en la
cuenta de que es cierto el proverbio picassiano: la inspiración llega solo cuando te encuentras trabajando.
©Óscar
Fernández