domingo, 23 de noviembre de 2014

UN CAMINO HACIA LA SABIDURÍA

Si pudiéramos conocernos en nuestros actos como creemos poder conocer al artista en su obra no necesitaríamos de más filosofía que nuestra propia experiencia. Sin embargo es difícil encontrar a alguien que sinceramente pueda atribuirse el imperativo délfico del “conócete a ti mismo”. Lo normal es reconocer que nuestro mundano viaje es un inacabable camino de incompleto auto-conocimiento. El asunto no es fácil. Quizá porque el problema radica en la dificultad de que el sujeto sea a la vez objeto y que, aunque en su acción se objetive, no pueda en otro acto sucesivo contemplarse. Todo se solucionaría, entonces si así fuese, contratando un crítico. Un escudriñador del obrar ajeno, un Philip Marlow de los otros que nos trasladara finalmente el informe que diera con nosotros mismos. Ese crítico que descubriría nuestra intimidad como agentes, a partir de la resultante de nuestra acción, alcanzaría sin duda gran predicamento y fama. A veces creo que ingenuamente el hombre contemporáneo se ha dejado llevar por embaucadores de este tipo, que han vendido como ciencia o arte, un juego de artificio. Así los psicólogos, por ejemplo, con alguna de sus prácticas sobre los indicios, los rastros del obrar, e inferir, generalmente, carencias o traumas de lejano origen con las que explicar nuestras dolencias. Tan poco creíbles como los historiadores del arte, que analizan la obra, sus características, y tras sesuda investigación, aseguran no solo conocer al autor, sino además su más íntima personalidad. Nosotros creemos que la expresión “por sus frutos los conoceréis”, está solo reservada a la identificación de verdaderos profetas para distinguirlos de los farsantes con piel de cordero que ocultan alma de lobo, pero nada más. Se queda San Mateo 7, 16 o 20, en un sabio consejo evangélico. Sabio sí, pero no generalizable.

Hablamos de un “desiderátum”, en cualquier caso, humanamente irrenunciable. Queremos saber quién somos y no podemos esquivar la cuestión. En la misma pregunta, implícita una aparente contradicción, se incluye querer ser mientras nos hacemos (la pregunta, y a nosotros mismos). Lo contrario, no hacerse la pregunta, sería negarnos en lo que somos (lo mismo que nos preguntamos), una indefinición que ha de hacerse, y en el hacerse, resolverse. Le pasa al ser humano lo que al buen hallazgo gastronómico, el que se cocina sin receta. Sin “a priori”. Y en esta falta se funda el disfrute, tanto en el proceso de creación como en el resultado del acto creador. La analogía nos abre de nuevo, contra el escepticismo que siguen exhibiendo algunos, la puerta de nuestro quehacer filosófico. Puerta que ofrece un camino de investigación a la cuestión inicial. Esperamos que nuestro muy docto ponente nos ilustre sobre el cómo se muestra el ser humano en su obra (esencia misma del fenómeno artístico). Seguro de forma mucho más torpe, esperamos que este aperitivo permita reconocer que nos mostramos como somos tanto en el guisar quien guisa, como en el yantar quien lo disfruta. Véase.

Si tomamos por ejemplo la novedad del menú de esta noche, el besugo al horno, no nos será difícil reconocerlo. El besugo al horno es, en opinión de no pocos estudiosos, besugo a la madrileña. Su elaboración, modelo de sencillez, es característica, según estas mismas fuentes, del apellido “a la madrileña”. Dicen que se especializaron las casas de comidas de Madrid en simplificar las preparaciones que llegaban de todos los confines peninsulares. Otros piensan que es consecuencia de la adopción casi exclusiva que las mesas madrileñas hicieron del plato en celebración navideña, no pudiéndose encontrar tal preparación en las tradiciones culinarias de ningún otro lugar. Joaquín de Entrambasaguas lo remonta incluso al siglo XIV, apoyado en la cita que hace el Arcipestre de Hita de las bondades de los besugos del puerto de Bermeo. Julio Camba, para más señas, dice: “El besugo es el más madrileño de todos los pescados de mar; yo sospecho que no se encuentra a gusto mientras no llega a Madrid y lo ponen al horno”. Exento de todo barroquismo, se adereza con un majado de perejil, haciendo unos profundos cortes en el lomo que se tapan con unas rodajas de limón. Aposentado sobre abundante cama de patatas y cebolla previamente pochadas, se espolvorea con pan rallado. Diez o quince minutos, según la pieza, bastarán en el horno que, por efecto del calor, traspasará los aromas del sofrito de ajos y el chorro de vino blanco con el que se regará al más señero de los espáridos habitantes del litoral atlántico europeo y el occidente mediterráneo. Se mostrará así artista el maestro de los fogones, discípulo aventajado de los primeros pintores rupestres. Al igual que ellos, con unas pocas herramientas básicas, sin concesiones decorativas, vuelve a dar vida al pez que perdió su ánimo al ser pescado, otorgándole su propia alma, su intimidad de ser humano, de “homo faber”, en el trabajo de cocinarlo. 

El besugo a la madrileña propone sobriedad en la mesa para las señaladas fechas invernales. Los siglos de experiencia han hecho aprender que es la mejor época para degustarlo, cuando este pez de las profundidades llega a aumentar su contenido graso hasta en el 9% de su peso. Atemperará el carácter su presentación, pues no podemos caer en precipitación al llevarlo al plato. Se exige control, templanza para no vernos esclavizados impacientes por los aromas que desprende, empujados por los lascivos deseosos de adueñarnos de los sabores que esconde. Se extrae despacio de la besuguera, como si de una joya se tratase, procurando que se mantenga entero, intacto su tipo en el traslado. Este cuidado y la pericia en obtener su carne, limpiándolo de espinas, es oficio propio de almas prudentes. Hay tantas personalidades como formas de comer el pescado. Encontraremos asesinos que pasaban desapercibidos hasta que descubren su violencia en el abigarramiento del destrozo nervioso, inexperto, que maneja los cubiertos torpemente para lograr unos pocos bocados y dejar la mitad del pescado en el plato. O, en el extremo opuesto, aquéllos cuya pulcritud pausada obtiene su premio con una delicadeza casi cirujana y disfrutan del arte de limpiar el pescado, de comerlo sin prisas, entre sorbo y sorbo de un buen vino blanco. Y ¿qué me dicen de esos otros que se pierden lo mejor, abandonando la piel como un desperdicio más, en un exceso de ridícula asepsia? Se nos antojan timoratos, faltos de carácter. En el trabajo que exige el besugo y en el aprovechamiento gustativo de todas sus posibilidades es donde se muestran los fuertes. 

Nos preguntábamos, antes de este análisis, si una forma de guisar, o una forma de comer, es una muestra más de la personalidad. Y si la personalidad misma del artista que come o guisa es la exteriorización del alma que le anima. El aperitivo, una vez más, quiso convencer de que el camino de la prudencia, de la sabiduría, también llega a través de los sentidos, y resolvemos definitivamente gracias a él, que sí. Será nuestra intimidad, mostrada en su actividad objetiva, lo que descubriremos en esta cena ante los compañeros. Que el conocernos puede ser labor de toda una vida, pero también, que un estupendo besugo a la madrileña, puede abrirnos un camino a la sabiduría, un camino de conocimiento de la propia identidad. 

©Óscar Fernández