sábado, 7 de abril de 2018

COSMOLOGÍA Y GASTRONOMÍA

Desde siempre nos ha parecido el término Cosmología algo escueto. Tan esclarecedor que casi raya en lo tautológico. Más allá de su etimología poco puede decirse. No queremos dar a entender que no haya una Cosmología posible como saber o ciencia. Nos referimos al término, en nuestra opinión poco afortunado, no al contenido de la ciencia cosmológica, si es que lo es. Como todos sabemos designa el saber, razón, logos del todo ordenado, del cosmos, antónimo del caos. La tautología enunciativa es clara. En este saber se presume una idea del todo, cosmos, que obviamente exige un logos, orden, un discurso racional que aclare cómo se desenvuelve ese todo ordenado. Nuestro debate cosmológico parte de una, parece ser, novedosa tesis, que pretende dar argumentos para poner fin al comúnmente aceptado paradigma denominado “mediocridad copernicana”. 

Como corresponde a nuestros encuentros conviene mostrar cómo esta introducción tiene clara analogía gastronómica. Ya tuvimos ocasión, muy tempranamente, en los comienzos, de señalar las dificultades semánticas que suponía la denominación cocido del famoso plato madrileño o maragato. Dificultades que provienen de lo poco que aclara el término cocido sobre su contenido, y lo escuetamente que expresa su forma o procedimiento. Además en la geografía casi infinita del cocido peninsular, hispánico o ibérico, éste se nos muestra o aparece con un claro carácter cosmológico. El cocido, da igual de donde sea, es una sinfonía infinita que abarca casi todo lo que existe culinaria, nutritiva y gastronómicamente hablando. Pero es que estos atributos no son privativos del cocido. Se nos ocurre traer aquí el conjunto variopinto de los arroces litorales mediterráneos, liberales, casi anárquicos, que reinventan, para algunos mancillan, la canónica paella. Y es que toda obra humana culinaria, toda obra humana sin más, responde a un logos, razón, por muy caótica que parezca su composición, apariencia debida a la multiplicidad de elementos y sus infinitas formas de combinarse. Somos aquí nosotros, con los citados arroces por cierto, muy partidarios del rehogado del arroz previo al volcado del caldo, fumé o líquido sustancioso que corresponda. Al contrario que en la tradicional paella, en la que se distribuye el arroz, con arte de sembrador, una vez que el líquido del guiso está ya en ebullición. Discusiones procedimentales al margen, cocido o paella, son un cosmos en sí, o si se prefiere galaxias de un universo mayor que compone la humana cultura gastronómica. Y efectivamente, parece que entre todas estas galaxias o mundos culinarios, el cocido o la paella no son únicos, solo forman parte de una apetecible “mediocridad copernicana”. Copernicana sí, porque sería estupidez etnocentrista, pacata y cerril, pensar que el cocido, la paella, o cualquier otra particular creación culinaria es el centro del universo gastronómico. 

Aclarada esta primera analogía, prosigamos con otros detalles que ofrece el tema de hoy. La creencia, que no es otra cosa, de que somos la quintaesencia de la originalidad en un universo de proporciones inimaginables es una reducción inevitable de los contenidos que deba tratar la Cosmología. Pero no hay apaño posible, tal reducción es inevitable, pues estamos una vez más aquí ante el dilema del observador que es a la vez sujeto y objeto de la observación, careciendo sin remedio de otra perspectiva que la propia. De todo lo que pueda decirse de la soberbia organización del Universo, del baile matemático alucinante de sus galaxias, solo puede importarnos finalmente una sola cosa, cuál es nuestro lugar. Si somos únicos. 

Hemos de decir aquí que la estupenda ensalada griega, el sanísimo pastel de espinacas, el genial pisto manchego, el guiso de rabo o la tarta de queso que nos esperan, por ejemplo, son únicos; en nuestro caso, por irrepetibles, elaborados para la ocasión, alejados de toda manufactura “tayloriana”, de toda estandarización, pura artesanía. Así debería ser siempre. Hay regalos culinarios que entre todo el universo de los posibles, imaginarios o efectivos, son únicos. No hay otros. Y además no pueden volver a darse porque su fin es consumirse. Mucho nos tememos que en este último aspecto, la humanidad, la vida racional tal y como se da en el planeta Tierra, correrá el mismo destino. Una fugaz luz maravillosa y brevísima en el devenir inconmensurable del Cosmos. 

Pero atendiendo a las razones que quieren poner fin a la “mediocridad copernicana”, una de las más claras que se nos presenta es la de que en el mejor de los casos, en unas cien generaciones habremos quizá podido atender, con el programa SETI, o abarcado con nuestra observación, cualquier señal que pudiera llegar hasta nosotros desde nuestra galaxia; pero que con la finitud de la velocidad de la luz, más allá de la Vía Láctea, no nos alcanzará ninguna señal a tiempo, a tiempo medido en proporciones humanas. Y es que ojos que no ven corazón que no siente, y lo que no podemos experimentar es como si no existiera. Menuda presunción inútil, la de afirmar estadísticamente la existencia de vida inteligente si jamás podremos interactuar con ella. Exactamente igual que cuando te hablan de las virtudes de tal o cual cocinero, de las bondades de tal o cual preparación, si jamás vas a poder disfrutarlas. Preferimos la tarta de queso, aunque la llamen “New York cheesecake”, que tiene delito dicho de paso. Porque por muy básica que nos parezca, y pretenciosa la yankee denominación, la afirmamos real pues la disfrutamos, frente a la irreal e ilusoria carta de postres del mejor y más exclusivo restaurante, al que jamás iremos. Por cierto, ¿tiene la tarta de queso de Nueva York algo que la haga merecedora de su nombre? No en el origen, pues éste es griego, como casi todo en Occidente, como alimento energético que disfrutaban los participantes en los Juegos Olímpicos. Por si fuera poco la genuina neoyorquina se atribuye a un inmigrante alemán. La especificidad neoyorquina la otorga el queso crema, el “Philadelphia Cream”, hallazgo de un pastelero en 1872 tratando de imitar el queso “Neufchatel” francés. Así pues la original tarta de queso neoyorquina debe ser de queso crema, que es lo que la hace específicamente de la Gran Manzana. 

Y así llegamos al remate final de la cuestión que nos trajo hoy. El “principio antrópico participativo” remite a nuestra concepción básicamente subjetivista y teleológica del cosmos... y también de la gastronomía. Así nos parece muy adecuada la afirmación de que el universo necesita de seres conscientes para tornarse real, como las excelencias que hoy disfrutaremos, que no lo eran cuando nos las anunciaron, ni siquiera ahora que las pensamos en este aperitivo, si no que serán reales dentro de unos instantes cuando las disfrutemos conscientemente. Teleología básica amigos, irrefutable porque es humana. Si hay un logos para el cosmos solo se comprende desde una significación humana. El sentido del cosmos somos nosotros. El sentido de nuestros platos vosotros. 

©Óscar Fernández