sábado, 1 de junio de 2019

NI KIERKEGAARD, NI TARKOVSKY. ¡ASADO!

En memoria, reconocimiento y homenaje a Fernando.

Hoy me siento próximo a la muerte, empujado, por unos y por otro, a tenerla presente. Pero tranquilos amigos, no debéis preocuparos. Quiero creer que aún puedo seguir esquivando a la parca con soltura portuguesa, en un quiebro de cintura sin enmienda, o con pase por alto a pie junto y quieto, en una torpe elegía al héroe de Linares. Sigo resistiéndome al destino, como si pudiera ganar la eternidad con una faena memorable, o simplemente como un niño atendiendo al instante, inconsciente. No conviene hacer el Don Tancredo con la inevitable, porque, a diferencia del ya afortunadamente abandonado espectáculo otrora corriente en plazas de poco nombre, la vida sabe seguro que le cogerá el astado, porque no es ciego cuando embiste, por más quieta que se quede. Hoy me siento cercano a la barca de Caronte, por circunstancia obvia pero ajena. Ajena porque no es mía, pero próxima por parentesco. En la orilla estaré más pronto que tarde despidiendo, llorando más por mí que por quien parte. Más por los que aquí quedan abandonados que por los que son arrebatados del camino. Se ha empeñado mi amigo en ponernos en esta tesitura, que espero más adelante nos aclare y ofrezca alguna luz a lo que de suyo es oscuro. Porque han de reconocer los presentes que nuestra vida es un continuo displicente, arrojado al llegar y arrebatado al final, en un camino muy mal señalizado.

Pero nos debemos a lo que la parroquia espera y ésta es una sociedad de reflexión pero también gastronómica. Por ello nos hemos preguntado qué analogía cabe entre la asunción de lo inevitable, en cierto modo la aceptación de lo que nos define, vivir para morir, y el almuerzo en esta afamada casa, un sábado, el único que será en mucho el primero de junio.

Hace cuatro días mal contados me dejé caer por este barrio de Las Letras, solo, con el ánimo de gustar del bullicio madrileño y la generosidad de sus tabernas. Al cabo de un tiempo prudencial, medido en aperitivos de vermut, torreznos y embutido, me pareció buena idea recabar reposo y mejor sustento en La Puebla. Así podría con antelación preparar este aperitivo y servir, con dedicación estudiada, al propósito de estos últimos ocho años, promover la tertulia desde la sobremesa.

Para mantener la tradición, que lo fue en muchos de nuestros anteriores eventos, quise conocer el menú para construir sobre él mi discurso. Pregunté al solícito camarero por la variación que podría esperarse un fin de semana sobre el menú cotidiano. Ante mi sorpresa explicó que lo único verdaderamente reseñable era el aumento del precio y que todo lo más el cordero asado sustituiría al cocido, plato señero del día, y que el filete abandonaría sus estrecheces tornándose en opíparo entrecot.

Pareciome que la analogía era casi exacta. Más símil o identidad, si cabe, que metáfora. Pues habría este aperitivo de bregar con lo inopinado, con la errónea creencia del libre albedrío, que en realidad es solo desconocimiento, para caminar sin auténtico rumbo a un final perfectamente conocido e inevitable. Vamos, que no sabemos “a priori” qué esperar de cierto en el menú de fin de semana y en cambio estamos ciertos de que tendrá inevitablemente fin. El cordero asado tiene algo también de inopinado, a la vez sin sorpresas y múltiple en recetas. Alguien discutirá esto último y afirmará que canónicamente el cordero asado es simplicidad, que sobran las recetas. El canon sobre el asado está escrito en barro y horno de leña en la submeseta norte castellana, en la depresión del Duero y las llanuras anejas, para más señas. Disputan desde Peñafiel a Aranda, desde Arévalo a Sepúlveda, desde el Pisuerga al Arlanzón, por algo que carece de variante. Estéril disputa, pues todos aseguran que el cordero asado solo exige sal y agua, tal y como disputaron los súbditos por nada o por lo mismo, por la Beltraneja o la Católica, tan Trastámara una como la otra, para igual sometimiento de vasallos, según se quisiere ver.

Pero en otros lugares, menos categóricos, surgieron formas de asado, cada cual más ingeniosa y que aquí queremos sirvan de hipérbaton de la analogía referida. Frente a la sobria sintaxis del asado clásico castellano, sin sorpresas, frente a la vida ya definida, de final inexorable, nos fijaremos en el cordero andalusí o el generosísimo asado del interior murciano, que trocan dicha sintaxis con ingeniosas variantes. El asado andalusí está regalado de un majado generoso de especias, entre ellas canela, jengibre y azafrán, y regado de zumo de naranja, que le da un plus de suculencia. El asado en la cuenca murciana del Segura es un derroche de aceite, vino, cebolla, tomates maduros, piñones y tiempo, casi podríamos decir que confitan el cordero segureño en la llanta. Por no respetar cánones, no respetan aquí ni el barro. Se sirve el cordero en la misma llanta de asar, recipiente metálico llano y rectangular. No hay un solo asado de cordero por más que se empeñen los puristas. No hay una única vida por muy único e igual que sea su final.

Proponemos, visto lo cual, no dejarnos angustiar por el erial concepto de vida del existencialismo más conocido y optar por otros conceptos no tan publicitados quizá, pero sí más auténticos, no contaminados de raros análisis fenomenológicos. Hay donde elegir entre tipos de asados y entre sesudos existencialismos, a Dios gracias. Afortunadamente a la hora de hacernos las preguntas más radicales sobre la vida podemos elegir. Yo prefiero Woody Allen a Tarkovsky, siempre mejor angustiarse entre sonrisas que hastiado en el sopor. No sé que filosofía es preferible, no sé si Kierkegaard es más auténtico que Sartre, lo que sé es que en ayunas no es posible pensar. Veremos si el asado o el entrecot justifican hacer festivo el menú de La Puebla, si el resto de su oferta, aunque cotidiana, no desmerece tal atributo. Veremos.

No se me oculta el final, ciertamente, pero vivir es lo de en medio; elevemos nuestras copas y celebremos por tanto la vida, la de los que no están aquí, la que vivieron, y la nuestra, la que estamos viviendo.

©Óscar Fernández