sábado, 11 de junio de 2022

DEL GORGIAS A LA HAMBURGUESA

Hace Platón en el Gorgias una analogía nada feliz. A la culinaria la califica de práctica, una rutina, no un arte, semejante a la retórica, basadas ambas en la adulación. Y de ésta que es un simulacro de una parte de la política. La retórica es respecto al alma equivalente a lo que la culinaria es para el cuerpo. Si esto fuera así en verdad, decimos nosotros, mejor nos iría hoy con nuestros oradores. ¡Oh Zeus, si así trata Platón a la retórica cuánto más ofenderá a la culinaria!

Consideramos que la aparente confusión de Platón está en situar la culinaria entre las prácticas que solo conducen al placer, por ello actividad rutinaria y no arte. Que una práctica esté dirigida al placer parece, para Platón, incompatible con el arte y queda solo en rutina. ¿No habremos de aclarar a nuestro “chef” tal dislate? El maestro, que pondrá en nuestros platos los manjares más exquisitamente tratados, precisamente porque conoce la naturaleza de los ingredientes, la causa del placer que produce una racional y calculada forma de trabajarlos, es decir los elaborará con verdadero arte, ¿solo practica la rutina? No hombre, no.

Pretendemos, una vez más mostrar la ciencia y el arte que exige la buena mesa. Y para muestra de ello reparemos en la hamburguesa, la que con orgullo en esta casa luce el nombre de Orgaz. Señorío del afamado Conde, póstumamente reconocido y de epitafio eterno gracias al Greco. D. Gonzalo Ruiz de Toledo. Conde que fue mayordomo mayor de Constancia y Santa Isabel, ambas de Portugal, ésta última esposa de Fernando IV de Castilla, además de notario mayor de este reino y alcalde mayor de Toledo.

El origen más remoto de la hamburguesa se relaciona con las tribus mongolas que picaban tiras de las piezas más duras de carne para hacerlas comestibles. Los alemanes reinventaron el “steak tartar“ ruso, original de los tártaros y, en el siglo XIX, los marineros germanos procedentes del puerto de Hamburgo la llevaron a los Estados Unidos, de hay el origen de su nombre. Algunos, en cambio, remontan el verdadero origen a un plato similar del Imperio Romano, que consistía en una masa elaborada con carne de res picada, piñones, sal y vino pasado servida en el interior de un pan. Lo lamentable sucedió en el XX. Una “feliz” ocurrencia de la primera cadena de hamburgueserías del mundo. La “White Castle”, fundada en Wichita (Kansas) en 1921, inventó la “pig stand”, ya el nombre lo dice todo en nuestra opinión, la hamburguesa servida sin necesidad de bajarse del coche, es decir el concepto mismo de comida rápida. Algo parecido popularizaron en California los hermanos Dick y Ronald McDonald en 1948. Pero ni la comida rápida debe ser sinónimo de basura ni todas las hamburguesas se elaboran para un consumo tan poco civilizado.

Hoy, al menos dos comensales, la hemos elegido precisamente porque lo humilde o sencillo no es sinónimo de baja calidad. Al contrario, la denostada hamburguesa será el más suculento de los manjares, bien elegidas las carnes y sus puntos de asado en brasa o plancha y sus acompañamientos de probada alcurnia. Millones de veces maltratada en holgazanes locales, mal llamados de comida rápida, tugurios de moda que bien merecen la advertencia platónica que avisa de los aduladores. La hamburguesa consumida con prisa, “fabricada en cadena” es la imagen misma de la desolación. Sin nada que gustar, las perversas salsas tratarán de ocultar esa nada con más de lo mismo. Cuando estamos ante una de estas aberraciones comprendemos la desazón del ser racional, que ante la nada o el sinsentido opte por librarse violentamente de su angustia, o busque desesperado su “cielo protector”. No negaremos que el bien que anhelamos todo lo sufre y de ahí también su valor, pero no es menos verdad que la belleza por sí libera de dolores. No queremos ser acusados con la excentricidad de Calicles, que en el diálogo defiende que ocuparse de la filosofía más de lo conveniente es la perdición de los hombres. Nos ocupamos nosotros aquí lo debido. No más.

En esta noble casa es posible encontrar la hamburguesa que nos salve, la que nos dé placer desde el buen hacer y de la que obtengamos salud. Frente a la angustia y desazón de un desierto de sabores, planos, sin matices, rutinario, enfermizamente infinito en la nada, el “cielo protector” será, para nosotros, esta hamburguesa de cocción perfecta, enriquecida de disidentes señoriales quesos (vasco-navarro Idiazabal u occitano Roquefort) y bien acompañada de la panceta ahumada, anglosajonamente llamada bacón.

Una vez disfrutada semejante hamburguesa será fácil comprender que de la incomprensible o inexplicable unión alma y cuerpo que rezuma en la antropología platónica o, como llaman los técnicos, irresoluble problema de la comunicación entre las sustancias, nace la dificultad de Platón para entender que del placer del cuerpo nace el bien del alma y al revés. En esto mucho tienen que ofrecer los maestros culinarios y disfrutar los comensales, sus aventajados discípulos. Así que no debemos extrañarnos que Platón desconociera, o demagógicamente ocultara, didácticamente quizá, que hay arte y ciencia en los fogones, pues en su diálogo con Gorgias, Polo y Calicles yerra en la elección de la culinaria como análoga de la mala retórica. Convencidos estamos de que ni Platón, ni el más ferviente seguidor suyo entre nosotros, sostendrá que solo quepan una retórica y una culinaria de la adulación. Nosotros sabemos que del noble arte de los fogones, como de la oratoria, se pueden, y de hecho se obtienen, belleza, verdad y bien. El amor a la sabiduría que hay en cada hamburguesa, amorosamente elaborada y disfrutada, es el cielo que nos protege de la nada y el sinsentido.

©Óscar Fernández