sábado, 2 de diciembre de 2023

EXÉGESIS DEL CACHOPO

Vana es la luminaria que se afana
en despejar las sombras de este mundo
sin que este esfuerzo resulte fecundo
porque su brillo falaz no nos sana.
Vive en nosotros otra luz que allana
la pregunta que una y otra vez regresa,
belleza que con silencio se expresa
sin grandes algaradas ni fulgores
pero que sabe curar los dolores,
sin razones, con amor que no cesa.

Nos encontramos hoy ante un horizonte extraordinario, nada común. Una de esas ocasiones en la que sólo cabe la admiración y el consiguiente agradecimiento. Espero que los anteriores versos y estas ocurrencias sirvan humildemente a tal fin porque, efectivamente, el tema que hoy nos presenta nuestro amigo y presidente es una loable muestra de generosidad. ¿Qué cabe decir si no de la apertura de sí mismo, la sinceridad que exige, el desvelamiento evidente que supone disertar sobre la íntima sugestión producida por la lectura atenta y comprometida del libro de los libros? Sin duda un desnudar el alma que merece todo nuestro respeto.

¿Disfrutaremos acaso de una novedosa exégesis bíblica, una hermenéutica nueva, original seguro, que nos ilumine como otros a lo largo de los siglos no han podido o no han sabido? Lo que es indiscutible es que nos mostrará una perspectiva, una interpretación desde su personalísimo punto de vista, puesto que todo acercamiento humano al objeto intencional y, más propiamente, a un texto, es una hermenéutica, un análisis, una indagación que comporta una interpretación. Se nos antoja tarea de dimensiones épicas la exégesis que se propone caminar por el sendero estrictamente racional o teórico, que tantas veces ha mostrado ser del todo infructuoso e, incluso, quién sabe si inútil. No creo que sea éste el camino elegido.

Usando el asidero recurrente de la analogía y sin ánimo alguno de irreverencia véase lo que sucede cuando se pretende obtener explicación, dar respuesta al por qué o al para qué, al significado, en fin, por el camino solo teórico de una razón descarnada. Hagamos un intento, un leve acercamiento a la exégesis del cachopo. No es tan descabellado, vistas las glorias intelectuales que tuvo en su tiempo considerar todo objeto de investigación como si de un texto se tratara, y que supuso elevar lo que era solo un método particular al carácter de teoría general, la hermenéutica.

El cachopo se ha convertido en seña de identidad asturiana y en alguna época a punto estuvo de robar tal protagonismo a la mismísima fabada en los restaurantes de moda. Estudiemos el cachopo. Desde el primer momento topamos con dificultades. No hay seguridad ni en su origen ni en su denominación.

Algunos dicen que la primera referencia bibliográfica del cachopo se encuentra en el siglo XVIII, recogido por Gaspar Casal, primer epidemiólogo español de la historia, en su libro “Historia Natural y Médica del Principado de Asturias”. Otros dicen que la primera noticia gastronómica se encuentra en “El libro de cocina” de Adela Garrido, publicado en 1938, bajo el nombre de “filete a la asturiana”. La realidad es que su popularidad llega en la década de los cincuenta, a raíz de que en 1947 el restaurante Pelayo de Oviedo lo incorporara a su carta. El crítico gastronómico José Ignacio Gracia Noriega afirma que el plato era conocido desde comienzos del siglo XX por la burguesía asturiana. Los que lo relacionan con otras preparaciones parecidas, “Cordon bleu” o “San Jacobo” de clara ascendencia francesa o suiza, reciben el desprecio de los que pretenden su origen autóctono asturiano. Don Pedro Morán, cocinero jefe de Casa Gerardo, con una estrella Michelín otorgada en 1986 y antes Premio Nacional de Gastronomía en 1983, afirma que no es de origen asturiano y en todo caso solo es una moda. Nosotros decimos que ya se encargará el tiempo de convertir en elemento identitario lo que primero solo fue moda. Ha sucedido infinidad de veces.

Tampoco hay seguridad sobre el origen del término cachopo. Por semejanza, que se nos antoja muy lejana, se pretende relacionar con el significado cierto de la palabra en habla bable, del latín caccabum, recipiente, con que se nombran los troncos huecos de árbol que se usaban para guardar herramientas de labranza.

Lo notable del cachopo es su tamaño que ha llegado a ser desmesurado, aunque parece lógico pues en su origen estaba ser compartido. Hoy será así, según dicta el menú de esta casa. El cachopo debe ser familiar, es para compartir, si no, no es cachopo. Por otro lado, se ha convertido en una metonimia gastronómica porque ahora se llama cachopo a cualquier empanado que se fríe conteniendo un relleno. Hay cachopos que ni son de carne, ni el relleno es de jamón o queso. Cachopo es ya, por extensión, una técnica de elaboración de ingredientes.

Sea lo dicho hasta aquí muestra de la dificultad de interpretar, por análisis y estudio racional teórico, comprender o explicar el cachopo, hasta casi llegar a ningún sitio. Y es que ésta es nuestra tesis. El cachopo, como muchos otros objetos intencionales, solo admite una exégesis emocional o sentimental, si es que esto es posible. El cachopo se disfruta gustativamente hablando y, en puridad deontológica, amablemente en compañía.

Tras tantos intentos, y los que deben quedar, de hermenéutica bíblica quizá lo que debamos es acercarnos al Libro, y a todo, como muy sabiamente sé que nos ilustrará nuestro presidente. Quizá sea la única salida posible a esta conciencia desvalida que somos cuando sólo atendemos al uso teórico de la razón y nos olvidamos de vivir. No perdamos de vista que nos iremos como vinimos, solos, sin tener ni idea racional de nada, de nada de lo que importa. La única manera que nos hará posible, quizás, escapar de la desesperanza, será disfrutar de la belleza, dejarnos emocionar más y analizar menos.

©Óscar Fernández

domingo, 8 de octubre de 2023

Presentación de "Inciertos horizontes"

PRESENTACIÓN DEL POEMARIO:

"INCIERTOS HORIZONTES"



sábado, 13 de mayo de 2023

GASTRONOMÍA Y CIVILIZACIÓN

No podemos dejar pasar esta señalada fecha, en las cercanías del décimo segundo aniversario de nuestra sociedad y en el quincuagésimo encuentro filosófico gastronómico, sin que este aperitivo sirva de agradecimiento a todos los que han participado de nuestras tertulias, los que nos han ilustrado con sus conocimientos en los más variados temas y, en fin, a las casas de comida, tabernas, mesones y restaurantes que nos han deleitado con sus mejores manjares y honrado con su amable y profesional acogida.

Quién nos iba a decir allá por 2011 que llegaríamos a celebrar cincuenta encuentros y, a este sorprendido fundador, que su aperitivo, nada más que una ocurrencia, alcanzaría semejante recorrido.

En nada ha cambiado el espíritu que animó la fundación de SOFIGMA, el fin de estos encuentros ni este discurso que los abre. Somos un grupo de amigos que, precisamente acogidos al espíritu de amor que dicha amistad supone, conversan, discuten y aprenden, sin temor al qué dirán ni a indeseables consecuencias, en la libertad que la amistad proporciona, para tratar de buscar la auténtica sabiduría, o si acaso al menos, disfrutar de la compañía y su conversación sincera.

Por quincuagésima vez disfrutaremos con conciencia, con sentido, de los placeres de la buena mesa para elevarnos al disfrute de las ideas que el buen yantar y el buen beber nos garantizan. Sólo el comensal consciente puede ser gastrónomo. El que, más allá de su gusto particular, encuentra belleza y bien en el conocimiento racional de las técnicas, materias primas y oficio del arte culinario y con ese sentido valora y juzga racionalmente este particular fenómeno.

Vamos por tanto a nuestra tarea. Es confusión común entre los gastrónomos pensar que son los garantes de un supuesto canon en la definición, factura y disfrute de los platos, como si existiera una norma absoluta que sólo ellos y sus seguidores conocen y protegen. No nos hemos librado nosotros de cometer este error alguna vez, incluso en estos aperitivos. Si la cultura gastronómica fuera un edificio acabado, inamovible, intocable, ni sería cultura ni sería gastronómica.

La historia, como en cualquier otra creación humana, ha mostrado también aquí que no hay cultura sin evolución, desarrollo de la civilización en todo caso. Cualquier ejemplo podría valer, pero nos resulta especialmente lúcida la reflexión del historiador italiano Alberto Grandi, muy polémico en su casa, donde no se entendió, o no quisieron entender, algunas de sus afirmaciones. Que “la pizza napolitana era una porquería hasta que fue mejorada en Nueva York” o que “la carbonara es una receta de anteayer inventada en Chicago inexistente en Italia antes de mil novecientos cincuenta y tres”. Su frase “la cocina italiana se hace así y punto es una forma de matarla” resume perfectamente la idea que aquí queremos transmitir. Compartimos que esto puede expresarse en los mismos términos de cualquier cocina y que los planteamientos absolutistas, radicalmente dogmáticos, en gastronomía, son sólo otra forma de autoritarismo, muy comúnmente nacionalista, que sólo sirve para dividir, nada más, contrario al buen yantar en compañía. O la cocina y el mantel unen o mejor que todas las recetas se pierdan.

Estériles nos parecen las discusiones académicas sobre los ingredientes de la tortilla de patatas, a qué se debe llamar paella y a qué no, o la autenticidad del gentilicio en el cocido madrileño, si en vez de servir para mejor conocimiento de nuestro modo de ser y el progreso sirven para justificar enfrentamientos.

Alabamos las ocurrencias de ese chef chino-catalán José María Kao, nacido en Barcelona, artista de la fusión culinaria de las tradiciones chinas y mediterráneas, continuador del gran Kao Tze Chien, su padre, chef del primer restaurante chino en España. Con un salto que va más allá y más lejos de sus ya famosos “dim sum” de todo tipo, elaboró uno relleno de callos a la madrileña. ¡Qué hallazgo tan simple y al tiempo tan sofisticado! Si nos ponemos estupendos, estúpidamente estupendos, tendríamos que señalar que estos bocados cantoneses son aperitivo o merienda que tradicionalmente se acompañan de té y renegaríamos del interior, excesivamente contundente. No hay problema, cualquiera comprende que si se rellenan de callos los “dim sum” están pidiendo un buen tinto a gritos. Gracias a la civilización evolucionamos en las mesas a mejor. Al fin y al cabo nada del otro mundo, pues rellenar una pasta fina con lo que sea es terreno abonado para la creatividad. Nosotros les proponemos que rellenen las clásicas empanadillas con la carne de las piezas más pequeñas del rabo guisado a la cordobesa. No encontrarán otras empanadillas que resistan la comparación nunca más. Garantizado.

Así podríamos extender los ejemplos hasta el infinito. Gastronomía y evolución, que es progreso y civilización, son ingredientes imprescindibles para una cultura sana, la que aúna tradición y vanguardia con el sentido común de la, lamentablemente hoy muy olvidada, aristotélica virtud.

©Óscar Fernández

viernes, 10 de marzo de 2023

IDIOSINCRASIA Y GASTRONOMÍA

Todas las regiones del mundo tienen su identidad gastronómica, en general, coherente con su especificidad geográfica y su idiosincrasia antropológica. Es del todo ridículo pretender que el clima, la orografía o la biodiversidad no influyen en el temperamento particular de la colectividad que lo habita. Algo tendrán que ver con las circunstancias físicas de su entorno los elementos identitarios, si los hay, o simplemente el modo de ser y ver el mundo ese grupo humano. Además, las transformaciones que ese grupo ha producido en su entorno a lo largo de los siglos, es decir su evolución cultural como sociedad, habrá dejado su impronta en esa idiosincrasia. Que la gastronomía tiene que ver con dichas circunstancias y además con las condiciones de vida y usos de los pueblos es igualmente obvio. La gastronomía gallega es elemento compositivo esencial del modo de ser gallego y, además al mismo tiempo, es fruto de esa compleja idiosincrasia establecida y en evolución. En eso no se diferencia la gastronomía de otros elementos culturales.

Ahora bien, no es lo mismo un elemento cultural que otro. No todos constituyen la esencia de un modo de ser del mismo modo. Igual que no todos los accidentes de la sustancia intervienen de la misma forma en los atributos esenciales de dicha sustancia. La lengua propia, que configura una forma de pensamiento “inhiere” de tal modo en la sustancia de la “galleguidad”, si cabe expresarla así, que deja en nada, por ejemplo, al vestido como elemento cultural distintivo. La esencia gallega hoy no exige la pervivencia del uso de lo que llaman traje tradicional, pero si el uso de la lengua gallega. Nosotros sostenemos que la gastronomía característica de los gallegos, como de cualquier otro pueblo o sociedad, tiene tanta “fuerza de esencialidad” como la lengua.

Aprovechemos la feliz circunstancia que nos ha hecho llegar hasta La Gran Pulpería para continuar con el ejemplo gallego. Podrán argumentar en contra de nuestra tesis que la condición de gallego no es más que un atributo, que de ningún modo afecta a la esencia. El ser humano es esencialmente independiente del lugar donde haya nacido o fijado su residencia. Que ser gallego no es esencial para ser humano, no es condición de la humanidad. De acuerdo. Pero nosotros podemos objetar que muchos otros accidentes que, en principio, no parecen tampoco esenciales, sin embargo, añaden atributos muy definitorios. Por ejemplo la relación de maternidad, filiación, o cualquiera otra. ¿Es el ser humano o su humanidad la misma sin la relación con los otros? Quizá deba determinarse que la humanidad en cuanto “quididad” no depende de todos sus atributos posibles o adquiribles, pero algunos pueden añadir hasta tal punto características que cambien su naturaleza. Como por ejemplo el Filósofo ya estableció hablando del hábito. Hasta tal punto modifica el hábito al que lo practica que llega a constituir una segunda naturaleza en palabras del Filósofo.

Los atributos en sí también pueden ser considerados en su esencia y a su vez contener atributos que los definan. La “galleguidad” puede ser definida y, por ende, constituirse en sujeto, sustancia, del que predicar características esenciales. Aquí de nuevo se opondrían los que nieguen a la “galleguidad” carácter sustancial. Si no existen los gallegos, salvo por la accidental casualidad del nacimiento o la convencional existencia de las fronteras, huelga plantearse si es definible. Si no existen los gallegos no existe su gastronomía. Y es aquí donde se nos impone el fenómeno y lo gallego como indiscutible. Aún más hoy. ¿Hay algo más específico e identitario que el pulpo “a feira”, los cachelos en cualquier guiso, el mejillón de cualquier manera, la empanada con masa mezcla de harina de trigo y maíz o el guiso de lamprea del Miño?

Cuando un gallego saca el paraguas es porque sabe que por poco que parezca lo que cae finamente finalmente cala. Que la cosa despacito y sin prisa puede ser tan revolucionaria como el terremoto más devastador. Que se lo digan si no a los capos de la “fariña”. La pertinaz lucha de las madres gallegas que terminaron por vencer, o casi, la más cruel de las resistencias es ejemplo bastante de constancia gallega. Si hoy no se encontró almeja ya volveremos mañana pero no se ha dejado en siglos -¡y que dure!- de mariscar.

Hay una simplicidad en la abundancia, o una abundancia de la simplicidad, constante en toda la cocina gallega. No olvidaré aquella merluza simplemente hervida pedida para dos y servida en una ración de la que podían comer cinco. En Melide. Y además una fuente de patatas fritas, que así “os nenos comen mellor”. Opíparo. Generosidad gallega. La que hizo fortuna por toda América y más allá.

Establecida la “galleguidad” ¿qué deviene en qué? ¿Es la “galleguidad” la que se impone a la gastronomía, o ésta otorga temperamento gallego a quien la disfruta? Ninguna ocasión como la de hoy para, por la experiencia, mostrar lo que algunos ya hemos observado. Que disfrutar de una tortilla de Betanzos o un cocido de Lalín, nos hace a los forasteros un poco gallegos. Convirtamos este buen disfrute en hábito, y por tanto en virtud, y alcancemos esa segunda naturaleza atlántica, marinera, celta, de morriña fácil y generosa querencia, por la que volveremos siempre que podamos, seguros de encontrar su bendita ambigüedad.

©Óscar Fernández

sábado, 11 de febrero de 2023

MEREOLOGÍA DEL MENÚ

Parece del todo innecesario, ante la indiscutible competencia del respetable, explicar lo que el título de este nuevo aperitivo parece proponer. En cualquier caso y solo a modo de somero recuerdo, indicaremos la tesis principal de este breve discurso que además, por obvio, servirá de ejemplo sencillo introductorio al tema que nos ocupará tras el disfrute del preceptivo encuentro gastronómico.

Un menú no debería ser considerado tal si solo es una amalgama o suma infundada de platos. Se impone una mereología, es decir un estudio de las partes etimológicamente hablando, o más allá, una ciencia de la relación entre ellas en función del todo y de la totalidad en función de sus partes. Un menú sin estructura no es menú, como toda realidad que de suyo es, en tanto que objeto de la intención de la razón, una estructura, un sistema, un todo, un cosmos, de cuyas partes y sus relaciones depende toda consideración ontológica, pues no hay ser ante la conciencia, ni ella misma podríamos decir, sin estructura de los singulares que la conforman.

Un mal llamado menú en el que la sucesión de platos no respondiera a ningún orden o sistema, resultaría una aberración, que sólo podría explicarse en razón de una anomalía. Esta es la impresión del caos resultante en el espectáculo dantesco de esas gentes ávidas de llenar el plato y el buche en los llamados “bufés”. En ellos, sin orden ni concierto, se mezclan desordenadamente frituras o asados con guisos. Una orgía anárquica de impensables combinaciones. “Pizzas” con “sushi”, croquetas con espaguetis en salsas de tomate, arroces con apariencia de paella acompañando empanadas, empanadillas y una innumerable oferta de ingredientes para alocadas ensaladas, mariscos, pescados y carnes a la brasa, plancha u orientales sartenes.

Quizá un atávico recuerdo de la precariedad existencial, o vivencial, prehistórica sea la causa de la irracionalidad de los humanos ante la prolija disponibilidad del “bufé”. Es obvia la necesidad de una culturización, como mínimo post-neolítica, para que podamos asistir a una elección racional, moral diríamos, que constituyese un verdadero menú.

El menú es, por definición de la totalidad, una emergencia, un algo más que la simple suma de sus partes. Ahora bien, o aseguramos un progreso civilizador, una cultura gastronómica de altura, o se nos antoja una utopía irrealizable el correcto menú obtenido por elección en estos “bufés”.

¿Pero qué hay del criterio? ¿Cuál ha de ser el hilo conductor o, quizá el fin o sentido que determine el orden, la función y, por ende, la integración de las partes? Entrantes, primero, segundo, postres y los caldos que marinen con cada uno de los platos, formarán una unidad, solo y solo si se dan las relaciones funcionales que permitan a las partes cumplir con el fin previsto al todo. Como los órganos del sistema del ser vivo sirven a su supervivencia y reproducción, en definitiva al mantenimiento del ser, así los platos de un menú deben servir al fin del que lo diseñó y del que lo disfruta.

Huelga argumentar que las cartas, cuanto más extensas peor, ni los menús con elección entre varios platos, como es nuestro caso hoy, difícilmente sirven al fin del correcto “buen menú”, salvo para los doctos y experimentados comensales. Preferimos los llamados menús de degustación, o de autor, cerrados, donde como mínimo se presupone que hay un sentido en el conjunto y que a ese sentido sirven las partes que lo componen.

En lo que se refiere a propuestas mereológicas, qué entrantes con qué primeros, etcétera, es materia bastante para una extensa disertación que aquí no cabe. Una tesis merecería llevar hasta el final el tema de este aperitivo. Lo que sí podemos apuntar es que a mayor elaboración y sofisticación de un plato mayor dificultad para integrarlo con el resto de las partes del todo. Y es cosa muy de la moda actual exagerar por exceso en las elaboraciones que pueden hallarse en los platos. No vemos cómo explicar la interacción sistémica de tempuras unidas a esferificaciones y espumas, en una misma presentación y mucho menos en relación a otra inacabable lista de modernidades en el resto de los platos. Si de algo puede la cultura occidental estar agradecida al estructuralismo es por su tendencia simplificadora, de la aplicación interesada del principio económico nominalista. Menos, es más, sí y, desde luego, más sencillo de explicar.

En nuestro caso el “buen menú” será siempre el que tenga sentido, y el sentido no exige necesariamente estructuras complejas, exige necesariamente criterio y claridad, en su diseño y en su elaboración, de lo contario la experiencia de disfrutarlo será una quimera.

©Óscar Fernández