sábado, 23 de junio de 2018

“EL SUEÑO DE LA RAZÓN PRODUCE MONSTRUOS”

No descubrimos nada a un público bien avisado como el presente si recordamos que lo propiamente humano es lo que más le aleja de la naturaleza. La civilización nació cuando un “sapiens”, o varios, produjeron un objeto obtenido de su imaginación, un producto de su fantasía. Hace 30000 años alguien invento, a partir de lo natural conocido sí, pero irreal, una representación de un ser imposible, una especie de esfinge labrada en marfil procedente de un colmillo de mamut.

Lo civilizado es casi siempre una sofisticación de lo que, en origen, es una solución fisiológica, por decirlo de algún modo. Proveer a la herramienta de elementos no implicados en la eficacia estricta de su uso, con fines quizá decorativos, quizá mágicos, no es otra cosa que civilizarse, es decir sobreponerse a la naturaleza.
De todos los productos culturales, el arte gastronómico es probablemente el más civilizador. Desde el ingenio original de asar, simplemente calentar al fuego la carne de las presas, lo que multiplicó la eficiencia de nuestro procesamiento de las proteínas, hasta la sofisticación del solomillo “strogonoff”, quintaesencia del ornato rococó del carnívoro ilustrado, todo el arte culinario ha servido al impulso atávico civilizador. 

La civilización ha progresado, o no, desde el símbolo mínimo de significación univoca a la formalidad más abstracta. No siempre este camino ha resultado fructífero. Fijémonos en la salsa tártara que acompaña a los humildes boquerones. Esta salsa eleva al orden de lo excelso, con sencillos aditamentos, a la engañosa mayonesa. Hace grande lo pequeño, con poco hace mucho, y redime a la siempre discutible mayonesa. Aplaudimos una vez más la cocina de esta casa. Nada que ver con lo que sesudos chefs justifican en regresos a la tradición o respeto al producto, o con el recurso a "collages" tecnificadísimos para prometer a sus clientes las sensaciones más espectaculares y quedar, tantas veces, en cantos de sirena sin sustancia. 

El “sumum” de la producción formal, la abstracción más alejada de lo figurativo o del orden natural de la razón humana, se muestra tanto en Kandinsky como en Ferrán Adriá, pero ambos parten inevitablemente de la necesidad biológica primigenia, si se me permite, de la supervivencia; en último término del ansia de eternidad, el deseo de superar la limitación básica de la vida natural. 

El animal humano que imagina fantasmas termina por necesitar elaborar discursos racionales complicadísimos para encontrar solución a la única necesidad vital aparentemente irresoluble. El mismo animal humano que aprendió a hacer disfrutables unas semillas insípidas y prácticamente indigeribles, terminó por deconstruir, a base de artilugios inimaginables, la fabada, el cocido, o aún peor la paella. Deconstruir una paella es la manifestación palmaria de la visionaria reflexión goyesca: “el sueño de la razón produce monstruos”. 

Por si acaso hemos deambulado por los cerros de Úbeda, o acabado en Babia, extremos mesetarios de difícil confluencia, trataremos de aclarar la tesis, reparando en que con el tema de hoy, nos situamos en la idea máxima concebible por la razón, que se nos antoja al mismo tiempo, en lo esencial, racionalmente inefable. Algo hay, en nuestra opinión, de forzado rocambolesco en el esfuerzo que el pensamiento occidental, la filosofía, ha intentado con el tema de Dios. Puedo garantizar que he leído justificaciones, en pro y en contra, que no distan tanto del “sindios” deconstructivo o la imagen caprichosa del pre-surrealismo del genial aragonés. 

Quizá haya entre nosotros quién pueda explicarnos en qué consiste una paella deconstruida. Preferimos a quién nos brinda unos buenos boquerones al horno y su salsa tártara. Quizá haya entre nosotros quién nos libere del monstruo. No sé. Lo mismo resulta que lo que a nosotros nos parece un fantasma, solo necesita un poco de buena disposición. Lo que se muestra oscura falacia, solo necesita un poco de revelación. Lo que se nos antoja objeto de humana petulancia, solo necesita… divina iluminación.

©Óscar Fernández