lunes, 24 de diciembre de 2018

sábado, 27 de octubre de 2018

LOA AL INEFABLE SOLOMILLO

Vamos a expresar aquí y ahora un deseo que más tarde tornará en certeza. Queremos quedarnos con la boca abierta. Epatados por la excelencia del menú de esta noche. Incapaces de pronunciar palabra que ofrezca luz alguna. Rendidos a la evidencia humeana de que sobre la particular experiencia no cabe juicio científico alguno. 

En mi caso así será referido al objeto de mi percepción incompartible, es decir sólo mía, el inefable solomillo. En mi caso, pues aunque suponga con buen criterio que cualquier otra elección sería igualmente acertada, no puedo tener certeza sobre merluzas, lubinas o chuletas, que no serán objeto de mi experiencia. Aún amarrado a la fe que os profeso, a todos los presentes sin excepción, y que por tanto vuestros juicios son contenido de creencia, tal y como lo son los debidos a mi propia experiencia, aún así digo, no puedo tener más certeza que la vitálmente útil, pero nada con conocimiento universal y necesariamente válido, porque en sentido propio vuestra experiencia es solo vuestra aunque no optéis por el solomillo. 

Incompartible ya está claro; inefable lo es porque no habrá palabras adecuadas, en sentido científico, que puedan expresar las delicias y bondades de tan excelso plato. No hay nada de sorprendente en ello, no nos dejemos engañar. La experiencia gastronómica, he oído decir a Carme Ruscalleda, es como la música, no se puede traducir. Quiere decir que la descripción de los platos es, en cierto modo como con la música, algo inapropiado, puesto que el plato, como la pieza musical, ha sido concebido para su disfrute sensible, no para su análisis teórico. Es verdad que un conocimiento del lenguaje musical ayuda al disfrute de la obra. Y no hará mal ninguno conocer el fundamento de las excelencias del solomillo de vaca y sus más exitosas preparaciones para dar buena cuenta consciente de él. 

Dicen del solomillo que es la pieza más noble de las reses. Tierna, sin nervio y carente de grasa, aún así sorprendentemente muy sabrosa. No es habitual que las piezas sin grasa sean sabrosas. Aquí la diferencia estriba en su posición, muy pegada a los huesos de la columna y en las cercanías de los riñones. Sin duda es la geografía del solomillo lo que explica su excelencia. Suelen distinguirse tres secciones básicas en la pieza, cabeza, centro y punta, que respectivamente suelen usarse en el “Chateaubriand”, el “turnedó” y el “filet mignon”. Los puristas dirán que son cinco los cortes posibles pero no entraremos en esas minucias. Quisiéramos, al ver en nuestra carta engalanado el solomillo con el “foie”, estar ante una variante del “turnedó”. El grosor será fundamental para obtener un cocimiento preciso en la sartén o plancha, más bien escaso, que garantice su jugosidad. No hay peor experiencia en vida que un solomillo “arrebatao”, seco, perdidos sus jugos, oscuro, gris y sin gracia. Algo así como escuchar a Bach en un altavoz portátil, un “mp3” trasmitido por “bluetooth” del Concierto de Brandeburgo nº 3 en sol mayor, en el metro por ejemplo. El “foie” otorgará melosidad a la rosada porción de carne, dorada por fuera, sensual, que al más leve roce hará que estallen las glándulas salivares. Efectivamente solo imaginarlo y se hace la boca agua. 

Y así podríamos seguir alimentando el deseo más que la razón. Chocando con las limitaciones del uso teórico. Cada vez que me explican la música de Bach se me quitan las ganas de escucharla. Aprecio las descripciones breves, con recursos literarios que despierten mis sentidos. Pero si hay que explicar Bach es que no es música. Estamos en el terreno de lo inefable; el más interesante del que pueda ocuparse cualquier filosofía. Interesante por problemático. No hay matemática posible que explique determinados temas. Reconozco cierta belleza en los lenguajes formales, pero suele ser al margen de lo que significan. Los símbolos parecen volverse más interesantes si no resuelven nada. La física y la química quizás ayuden, ¿quién va a negar que disfruta más quien sabe que quien no? Pero finalmente no queda otra que escuchar a Bach y comer el solomillo para disfrutarlos. A ciertos temas hay que aplicarles otro lenguaje, otro método. Hay cuestiones que requieren ser vividas. Éste de hoy es uno de esos temas. Tratar de desentrañar quién o qué somos, nuestra personalidad, el yo del que tenemos experiencia indubitable y en cambio no podemos decir casi nada, es un trabajo imposible a la nuda luz de la razón. Un buen solomillo es igual. O incluso peor,… mejor corregimos, si nos decidimos por el método apropiado. Nuestro solomillo de vaca, medallón de “foie” y gratén de patatas, con más y mejores argumentos que el yo, exige vivencia. Y la vivencia será la única forma de poder transmitir algo con sentido sobre él, con el lenguaje de los poetas. Los que opten por otros principales sepan que lo tendrán más difícil. Los que pretendan hablar del yo sin haber vivido nada no podrán pronunciar palabra. 

Así que amigos no os dejéis cegar por la luz de la razón y disfrutemos del banquete y la charla, desde la oscuridad de los sentidos y el saber decir de los artistas. 
©Óscar Fernández

sábado, 23 de junio de 2018

“EL SUEÑO DE LA RAZÓN PRODUCE MONSTRUOS”

No descubrimos nada a un público bien avisado como el presente si recordamos que lo propiamente humano es lo que más le aleja de la naturaleza. La civilización nació cuando un “sapiens”, o varios, produjeron un objeto obtenido de su imaginación, un producto de su fantasía. Hace 30000 años alguien invento, a partir de lo natural conocido sí, pero irreal, una representación de un ser imposible, una especie de esfinge labrada en marfil procedente de un colmillo de mamut.

Lo civilizado es casi siempre una sofisticación de lo que, en origen, es una solución fisiológica, por decirlo de algún modo. Proveer a la herramienta de elementos no implicados en la eficacia estricta de su uso, con fines quizá decorativos, quizá mágicos, no es otra cosa que civilizarse, es decir sobreponerse a la naturaleza.
De todos los productos culturales, el arte gastronómico es probablemente el más civilizador. Desde el ingenio original de asar, simplemente calentar al fuego la carne de las presas, lo que multiplicó la eficiencia de nuestro procesamiento de las proteínas, hasta la sofisticación del solomillo “strogonoff”, quintaesencia del ornato rococó del carnívoro ilustrado, todo el arte culinario ha servido al impulso atávico civilizador. 

La civilización ha progresado, o no, desde el símbolo mínimo de significación univoca a la formalidad más abstracta. No siempre este camino ha resultado fructífero. Fijémonos en la salsa tártara que acompaña a los humildes boquerones. Esta salsa eleva al orden de lo excelso, con sencillos aditamentos, a la engañosa mayonesa. Hace grande lo pequeño, con poco hace mucho, y redime a la siempre discutible mayonesa. Aplaudimos una vez más la cocina de esta casa. Nada que ver con lo que sesudos chefs justifican en regresos a la tradición o respeto al producto, o con el recurso a "collages" tecnificadísimos para prometer a sus clientes las sensaciones más espectaculares y quedar, tantas veces, en cantos de sirena sin sustancia. 

El “sumum” de la producción formal, la abstracción más alejada de lo figurativo o del orden natural de la razón humana, se muestra tanto en Kandinsky como en Ferrán Adriá, pero ambos parten inevitablemente de la necesidad biológica primigenia, si se me permite, de la supervivencia; en último término del ansia de eternidad, el deseo de superar la limitación básica de la vida natural. 

El animal humano que imagina fantasmas termina por necesitar elaborar discursos racionales complicadísimos para encontrar solución a la única necesidad vital aparentemente irresoluble. El mismo animal humano que aprendió a hacer disfrutables unas semillas insípidas y prácticamente indigeribles, terminó por deconstruir, a base de artilugios inimaginables, la fabada, el cocido, o aún peor la paella. Deconstruir una paella es la manifestación palmaria de la visionaria reflexión goyesca: “el sueño de la razón produce monstruos”. 

Por si acaso hemos deambulado por los cerros de Úbeda, o acabado en Babia, extremos mesetarios de difícil confluencia, trataremos de aclarar la tesis, reparando en que con el tema de hoy, nos situamos en la idea máxima concebible por la razón, que se nos antoja al mismo tiempo, en lo esencial, racionalmente inefable. Algo hay, en nuestra opinión, de forzado rocambolesco en el esfuerzo que el pensamiento occidental, la filosofía, ha intentado con el tema de Dios. Puedo garantizar que he leído justificaciones, en pro y en contra, que no distan tanto del “sindios” deconstructivo o la imagen caprichosa del pre-surrealismo del genial aragonés. 

Quizá haya entre nosotros quién pueda explicarnos en qué consiste una paella deconstruida. Preferimos a quién nos brinda unos buenos boquerones al horno y su salsa tártara. Quizá haya entre nosotros quién nos libere del monstruo. No sé. Lo mismo resulta que lo que a nosotros nos parece un fantasma, solo necesita un poco de buena disposición. Lo que se muestra oscura falacia, solo necesita un poco de revelación. Lo que se nos antoja objeto de humana petulancia, solo necesita… divina iluminación.

©Óscar Fernández

sábado, 7 de abril de 2018

COSMOLOGÍA Y GASTRONOMÍA

Desde siempre nos ha parecido el término Cosmología algo escueto. Tan esclarecedor que casi raya en lo tautológico. Más allá de su etimología poco puede decirse. No queremos dar a entender que no haya una Cosmología posible como saber o ciencia. Nos referimos al término, en nuestra opinión poco afortunado, no al contenido de la ciencia cosmológica, si es que lo es. Como todos sabemos designa el saber, razón, logos del todo ordenado, del cosmos, antónimo del caos. La tautología enunciativa es clara. En este saber se presume una idea del todo, cosmos, que obviamente exige un logos, orden, un discurso racional que aclare cómo se desenvuelve ese todo ordenado. Nuestro debate cosmológico parte de una, parece ser, novedosa tesis, que pretende dar argumentos para poner fin al comúnmente aceptado paradigma denominado “mediocridad copernicana”. 

Como corresponde a nuestros encuentros conviene mostrar cómo esta introducción tiene clara analogía gastronómica. Ya tuvimos ocasión, muy tempranamente, en los comienzos, de señalar las dificultades semánticas que suponía la denominación cocido del famoso plato madrileño o maragato. Dificultades que provienen de lo poco que aclara el término cocido sobre su contenido, y lo escuetamente que expresa su forma o procedimiento. Además en la geografía casi infinita del cocido peninsular, hispánico o ibérico, éste se nos muestra o aparece con un claro carácter cosmológico. El cocido, da igual de donde sea, es una sinfonía infinita que abarca casi todo lo que existe culinaria, nutritiva y gastronómicamente hablando. Pero es que estos atributos no son privativos del cocido. Se nos ocurre traer aquí el conjunto variopinto de los arroces litorales mediterráneos, liberales, casi anárquicos, que reinventan, para algunos mancillan, la canónica paella. Y es que toda obra humana culinaria, toda obra humana sin más, responde a un logos, razón, por muy caótica que parezca su composición, apariencia debida a la multiplicidad de elementos y sus infinitas formas de combinarse. Somos aquí nosotros, con los citados arroces por cierto, muy partidarios del rehogado del arroz previo al volcado del caldo, fumé o líquido sustancioso que corresponda. Al contrario que en la tradicional paella, en la que se distribuye el arroz, con arte de sembrador, una vez que el líquido del guiso está ya en ebullición. Discusiones procedimentales al margen, cocido o paella, son un cosmos en sí, o si se prefiere galaxias de un universo mayor que compone la humana cultura gastronómica. Y efectivamente, parece que entre todas estas galaxias o mundos culinarios, el cocido o la paella no son únicos, solo forman parte de una apetecible “mediocridad copernicana”. Copernicana sí, porque sería estupidez etnocentrista, pacata y cerril, pensar que el cocido, la paella, o cualquier otra particular creación culinaria es el centro del universo gastronómico. 

Aclarada esta primera analogía, prosigamos con otros detalles que ofrece el tema de hoy. La creencia, que no es otra cosa, de que somos la quintaesencia de la originalidad en un universo de proporciones inimaginables es una reducción inevitable de los contenidos que deba tratar la Cosmología. Pero no hay apaño posible, tal reducción es inevitable, pues estamos una vez más aquí ante el dilema del observador que es a la vez sujeto y objeto de la observación, careciendo sin remedio de otra perspectiva que la propia. De todo lo que pueda decirse de la soberbia organización del Universo, del baile matemático alucinante de sus galaxias, solo puede importarnos finalmente una sola cosa, cuál es nuestro lugar. Si somos únicos. 

Hemos de decir aquí que la estupenda ensalada griega, el sanísimo pastel de espinacas, el genial pisto manchego, el guiso de rabo o la tarta de queso que nos esperan, por ejemplo, son únicos; en nuestro caso, por irrepetibles, elaborados para la ocasión, alejados de toda manufactura “tayloriana”, de toda estandarización, pura artesanía. Así debería ser siempre. Hay regalos culinarios que entre todo el universo de los posibles, imaginarios o efectivos, son únicos. No hay otros. Y además no pueden volver a darse porque su fin es consumirse. Mucho nos tememos que en este último aspecto, la humanidad, la vida racional tal y como se da en el planeta Tierra, correrá el mismo destino. Una fugaz luz maravillosa y brevísima en el devenir inconmensurable del Cosmos. 

Pero atendiendo a las razones que quieren poner fin a la “mediocridad copernicana”, una de las más claras que se nos presenta es la de que en el mejor de los casos, en unas cien generaciones habremos quizá podido atender, con el programa SETI, o abarcado con nuestra observación, cualquier señal que pudiera llegar hasta nosotros desde nuestra galaxia; pero que con la finitud de la velocidad de la luz, más allá de la Vía Láctea, no nos alcanzará ninguna señal a tiempo, a tiempo medido en proporciones humanas. Y es que ojos que no ven corazón que no siente, y lo que no podemos experimentar es como si no existiera. Menuda presunción inútil, la de afirmar estadísticamente la existencia de vida inteligente si jamás podremos interactuar con ella. Exactamente igual que cuando te hablan de las virtudes de tal o cual cocinero, de las bondades de tal o cual preparación, si jamás vas a poder disfrutarlas. Preferimos la tarta de queso, aunque la llamen “New York cheesecake”, que tiene delito dicho de paso. Porque por muy básica que nos parezca, y pretenciosa la yankee denominación, la afirmamos real pues la disfrutamos, frente a la irreal e ilusoria carta de postres del mejor y más exclusivo restaurante, al que jamás iremos. Por cierto, ¿tiene la tarta de queso de Nueva York algo que la haga merecedora de su nombre? No en el origen, pues éste es griego, como casi todo en Occidente, como alimento energético que disfrutaban los participantes en los Juegos Olímpicos. Por si fuera poco la genuina neoyorquina se atribuye a un inmigrante alemán. La especificidad neoyorquina la otorga el queso crema, el “Philadelphia Cream”, hallazgo de un pastelero en 1872 tratando de imitar el queso “Neufchatel” francés. Así pues la original tarta de queso neoyorquina debe ser de queso crema, que es lo que la hace específicamente de la Gran Manzana. 

Y así llegamos al remate final de la cuestión que nos trajo hoy. El “principio antrópico participativo” remite a nuestra concepción básicamente subjetivista y teleológica del cosmos... y también de la gastronomía. Así nos parece muy adecuada la afirmación de que el universo necesita de seres conscientes para tornarse real, como las excelencias que hoy disfrutaremos, que no lo eran cuando nos las anunciaron, ni siquiera ahora que las pensamos en este aperitivo, si no que serán reales dentro de unos instantes cuando las disfrutemos conscientemente. Teleología básica amigos, irrefutable porque es humana. Si hay un logos para el cosmos solo se comprende desde una significación humana. El sentido del cosmos somos nosotros. El sentido de nuestros platos vosotros. 

©Óscar Fernández