sábado, 21 de diciembre de 2019

sábado, 16 de noviembre de 2019

EL TRISTE INEVITABLE RETORNO


En memoria y homenaje a Manuela

Permítame la audiencia expresar nuestro descontento, el mío y el de seguro más de uno de los presentes. ¡Qué diantres nos pasa! ¿Acaso no quedó claro la primera vez? ¿Qué no se entiende cuando se dice que ni Kierkegaard ni Tarkovski ¿De verdad pretende alguien que se reitere en un “bis” lo ya dicho? No estamos dispuestos a insistir de nuevo en el asado. Ni a repetir, sin más, el contenido de aquel aperitivo. Comprendemos que las circunstancias de la anterior ocasión impidieran tratar el asunto que nos reunió; y que se tenga el trigésimo nono por “no nato”, abortado quizá, no tanto por el entretenimiento en prolijas visitas culturales, como por el poco fervor de los participantes, que muy disculpáblemente, se temían un tedio insoportable anunciado en semejante tema. El “bis” del Encuentro no justifica, ni exige el “bis” de nuestro discurso. 

¿Qué es un “bis”? Dice el diccionario de la Academia que proviene del término homónimo latino, que significaba “dos veces”. Como sustantivo, “en un concierto o en un espectáculo teatral, pieza o fragmento, a veces repetición de algo interpretado antes, que se ofrece fuera de programa para responder a los aplausos o a la petición del público”. O como adjetivo, “que constituye una réplica, imitación o equivalente de algo o de alguien”, o “pospuesto a un número de una serie para indicar que este sigue inmediatamente a ese mismo número ya empleado”. Como adverbio se usa “en las partituras o en otro tipo de impresos o escritos para indicar que algo debe repetirse o está repetido”; y es la interjección “para pedir un bis o repetición en un concierto o en otro espectáculo musical o teatral”

Nosotros no queremos hacer un “bis”, pero en rigor tampoco estamos haciéndolo respecto al tema del Encuentro, puesto que de suyo aquí solo hay repetición en el enunciado, y no hubo tratamiento efectivo del tema en su momento. Pero reconocemos que, como en un concierto, el artista principal será el mismo y que en otras ocasiones hemos interpretado melodías de aroma existencialista, hemos tratado con Kierkegaard, incluso dos veces, podemos admitir el uso del “bis”, como una interjección solicita tanto del ponente como de nuestro bien querido Presidente. Y a tales solicitudes no podemos negarnos. 

Abundemos entonces en la relación evidente que se da entre el planteamiento antropológico básico del existencialista y la mala educación gastronómica. Es más fácil liberarse de angustias cualesquiera con un asado que “disfrutando de Tarkovski” o abundando en el estudio del danés, decíamos en junio. Si el filósofo, al contrario que nosotros, se somete a dietas hipocalóricas, ayunos iniciáticos, o estoicismos baratos, dudamos mucho que solucione la terrible conciencia del absurdo. Ahora bien, reparamos que nos encontramos en la Residencia de Estudiantes y por experiencia nos tememos que va a ser difícil que la comanda ayude a pasar esta terrible prueba. 

En este sentido es obligada la referencia al menú, a las acelgas rehogadas, que muy a nuestro pesar, seguramente a la hora de pronunciar este aperitivo, aún permanezcan en él. Las acelgas nos transportan a la infancia, al menos a mí, a la sempiterna presencia de nuestras madres en la cocina. Las acelgas eran probablemente la verdura de hoja que más se preparaba en casa. Efectivamente, han acertado, llegue a odiarlas sin remisión, tanto rehogadas como, aún peor si cabe, cocidas con patatas y simplemente regadas con aceite y vinagre. De este modo, especialmente debieron servir para comprender, sin experiencia o vivencia exacta, el concepto de posguerra. Rehogadas con ajo y pimentón se me antoja plato ya de bonanzas desarrollistas. No hemos podido encontrar elaboración de algún afamado chef que nos reconcilie con las acelgas, y abrumados por el horror existencial del insufrible Tarkovski, el recuerdo de las acelgas maternas, en todo caso para nosotros, no resuelven, si no que agravan, nuestra angustia. 

Pero la infancia debería ser un bálsamo contra la angustia, una patria de reposo existencial, al menos desde la memoria. Y así preferimos recuperar los sabores y olores de sus albóndigas, sus croquetas, o su tortilla de patata con cebolla, en el orden de la cocina humilde de diario, o las manitas de cerdo guisadas y los chipirones en su tinta en mesa de domingo. Es el amor lo que salva las acelgas y las acerca a la medicina que proporcionan las albóndigas. La entrega de nuestras madres, sin compensación, el verdadero sacrificio, y no el del torpe y confuso título de la película, por segunda vez propuesta, es la sal de esas albóndigas. Ponga la audiencia en el lugar de ellas el plato que prefieran. Ese, el que ahora viene a la memoria y provoca la respuesta, ese que nos hace salivar y humedece la mirada, ese es el plato con el que nuestra memoria nos enseña cómo escapar a la trampa de la razón, que se enreda en fenomenologías existenciales. Nuestras madres sabían más de terapias antidepresivas que el mejor de los herederos de Jung, y más de producción natural de serotonina de la buena, a base de albóndigas, croquetas…, que la mejor síntesis de triptófano de la bioquímica más actual. 

Esta ha sido la más clara conclusión que hayamos podido obtener en todos los aperitivos precedentes y, que muy probablemente podamos obtener en los futuros. Toda la angustia existencial kierkegaardiana, toda la aspiración de existencia unamuniana, hambre de inmortalidad muy preferible al absurdo sinsentido que otros proponen, podrán nunca ser por sí mismas la solución. El amor que se expresa en entrega, el sacrificio que se olvida de sí, es la clave de la existencia. Ni Kierkegaard, ni Tarkovski, ni yo mismo, cuando más recalcitrantemente pesimista me encuentro, podremos nunca superar el abandono feliz del niño en brazos de su madre. El recuerdo de las acelgas me basta, ahora sí; y se torna con el tiempo la triste acelga en el más perfecto de los bálsamos. 

Por ello, levanten conmigo la copa en honor y recuerdo de nuestras madres, de sus albóndigas y sus acelgas, brindemos por su entrega desinteresada, esperanzados de merecerla.

©Óscar Fernández

sábado, 1 de junio de 2019

NI KIERKEGAARD, NI TARKOVSKY. ¡ASADO!

En memoria, reconocimiento y homenaje a Fernando.

Hoy me siento próximo a la muerte, empujado, por unos y por otro, a tenerla presente. Pero tranquilos amigos, no debéis preocuparos. Quiero creer que aún puedo seguir esquivando a la parca con soltura portuguesa, en un quiebro de cintura sin enmienda, o con pase por alto a pie junto y quieto, en una torpe elegía al héroe de Linares. Sigo resistiéndome al destino, como si pudiera ganar la eternidad con una faena memorable, o simplemente como un niño atendiendo al instante, inconsciente. No conviene hacer el Don Tancredo con la inevitable, porque, a diferencia del ya afortunadamente abandonado espectáculo otrora corriente en plazas de poco nombre, la vida sabe seguro que le cogerá el astado, porque no es ciego cuando embiste, por más quieta que se quede. Hoy me siento cercano a la barca de Caronte, por circunstancia obvia pero ajena. Ajena porque no es mía, pero próxima por parentesco. En la orilla estaré más pronto que tarde despidiendo, llorando más por mí que por quien parte. Más por los que aquí quedan abandonados que por los que son arrebatados del camino. Se ha empeñado mi amigo en ponernos en esta tesitura, que espero más adelante nos aclare y ofrezca alguna luz a lo que de suyo es oscuro. Porque han de reconocer los presentes que nuestra vida es un continuo displicente, arrojado al llegar y arrebatado al final, en un camino muy mal señalizado.

Pero nos debemos a lo que la parroquia espera y ésta es una sociedad de reflexión pero también gastronómica. Por ello nos hemos preguntado qué analogía cabe entre la asunción de lo inevitable, en cierto modo la aceptación de lo que nos define, vivir para morir, y el almuerzo en esta afamada casa, un sábado, el único que será en mucho el primero de junio.

Hace cuatro días mal contados me dejé caer por este barrio de Las Letras, solo, con el ánimo de gustar del bullicio madrileño y la generosidad de sus tabernas. Al cabo de un tiempo prudencial, medido en aperitivos de vermut, torreznos y embutido, me pareció buena idea recabar reposo y mejor sustento en La Puebla. Así podría con antelación preparar este aperitivo y servir, con dedicación estudiada, al propósito de estos últimos ocho años, promover la tertulia desde la sobremesa.

Para mantener la tradición, que lo fue en muchos de nuestros anteriores eventos, quise conocer el menú para construir sobre él mi discurso. Pregunté al solícito camarero por la variación que podría esperarse un fin de semana sobre el menú cotidiano. Ante mi sorpresa explicó que lo único verdaderamente reseñable era el aumento del precio y que todo lo más el cordero asado sustituiría al cocido, plato señero del día, y que el filete abandonaría sus estrecheces tornándose en opíparo entrecot.

Pareciome que la analogía era casi exacta. Más símil o identidad, si cabe, que metáfora. Pues habría este aperitivo de bregar con lo inopinado, con la errónea creencia del libre albedrío, que en realidad es solo desconocimiento, para caminar sin auténtico rumbo a un final perfectamente conocido e inevitable. Vamos, que no sabemos “a priori” qué esperar de cierto en el menú de fin de semana y en cambio estamos ciertos de que tendrá inevitablemente fin. El cordero asado tiene algo también de inopinado, a la vez sin sorpresas y múltiple en recetas. Alguien discutirá esto último y afirmará que canónicamente el cordero asado es simplicidad, que sobran las recetas. El canon sobre el asado está escrito en barro y horno de leña en la submeseta norte castellana, en la depresión del Duero y las llanuras anejas, para más señas. Disputan desde Peñafiel a Aranda, desde Arévalo a Sepúlveda, desde el Pisuerga al Arlanzón, por algo que carece de variante. Estéril disputa, pues todos aseguran que el cordero asado solo exige sal y agua, tal y como disputaron los súbditos por nada o por lo mismo, por la Beltraneja o la Católica, tan Trastámara una como la otra, para igual sometimiento de vasallos, según se quisiere ver.

Pero en otros lugares, menos categóricos, surgieron formas de asado, cada cual más ingeniosa y que aquí queremos sirvan de hipérbaton de la analogía referida. Frente a la sobria sintaxis del asado clásico castellano, sin sorpresas, frente a la vida ya definida, de final inexorable, nos fijaremos en el cordero andalusí o el generosísimo asado del interior murciano, que trocan dicha sintaxis con ingeniosas variantes. El asado andalusí está regalado de un majado generoso de especias, entre ellas canela, jengibre y azafrán, y regado de zumo de naranja, que le da un plus de suculencia. El asado en la cuenca murciana del Segura es un derroche de aceite, vino, cebolla, tomates maduros, piñones y tiempo, casi podríamos decir que confitan el cordero segureño en la llanta. Por no respetar cánones, no respetan aquí ni el barro. Se sirve el cordero en la misma llanta de asar, recipiente metálico llano y rectangular. No hay un solo asado de cordero por más que se empeñen los puristas. No hay una única vida por muy único e igual que sea su final.

Proponemos, visto lo cual, no dejarnos angustiar por el erial concepto de vida del existencialismo más conocido y optar por otros conceptos no tan publicitados quizá, pero sí más auténticos, no contaminados de raros análisis fenomenológicos. Hay donde elegir entre tipos de asados y entre sesudos existencialismos, a Dios gracias. Afortunadamente a la hora de hacernos las preguntas más radicales sobre la vida podemos elegir. Yo prefiero Woody Allen a Tarkovsky, siempre mejor angustiarse entre sonrisas que hastiado en el sopor. No sé que filosofía es preferible, no sé si Kierkegaard es más auténtico que Sartre, lo que sé es que en ayunas no es posible pensar. Veremos si el asado o el entrecot justifican hacer festivo el menú de La Puebla, si el resto de su oferta, aunque cotidiana, no desmerece tal atributo. Veremos.

No se me oculta el final, ciertamente, pero vivir es lo de en medio; elevemos nuestras copas y celebremos por tanto la vida, la de los que no están aquí, la que vivieron, y la nuestra, la que estamos viviendo.

©Óscar Fernández

sábado, 26 de enero de 2019

CONOCIMIENTO CON SENTIDO DEL MARMITAKO

Hace tiempo un amigo me dijo, extrañado por cómo mi estado de ánimo en un viaje de vacaciones dependía del disfrute del almuerzo, incomodado incluso por cómo todo optimismo o pesimismo nacía o se conformaba en mi con el placer o no de una buena comida o cena, que para él comer era solo alimentarse y, porque no había otro remedio vital que si no, prescindiría de ello. Nada extraño se pensará. La naturaleza ha otorgado placer sensible a la satisfacción de la necesidad fisiológica o añadido el instinto, para facilitar u obligar al cumplimiento. Pero si por el motivo que fuese se pierde el instinto o no se encuentra el placer de la actividad impuesta, ésta terminará por extinguirse, lo que tarde o temprano, si no se pone remedio, extinguirá al individuo, al grupo o a la especie. Mi amigo se dejaría morir por no ver o saber encontrar el sentido hedonista de una buena comanda, y no lo hace porque acepta el sentido práctico en orden a la supervivencia. Yo en cambio moriría, o mal viviría, que es lo mismo, hastiado, si comer solo tuviera tal sentido.

Sorpréndanse conmigo, ¡oh, ínclitos aventureros sofigmáticos! Hace algún tiempo descubrí en la carta de esta casa el marmitako 2.0. Hoy no está, quizá por ser en verano la campaña del bonito, pero quedé impactado ante la posibilidad de una interacción con las cocinas, ¿qué otra cosa podía significar 2.0?, no será interacción con el guiso mismo, digo yo. ¿Será posible un diálogo con el chef, por ejemplo, para elegir el momento justo para añadir el bonito y la temperatura de cocción en ese momento justo? Porque sepan todos que ese es el único misterio de un buen marmitako. El conocimiento de estos extremos, y a más a más la maravilla que supondría la versión 2.0 de la restauración contemporánea, es lo que nos distingue, especialmente a nosotros, participantes de la aventura sofigmática, del engullimiento sin sentido ni conciencia. ¿No es por todo esto que nos alimentamos como racionales, tenemos cultura y progresamos?

Es decir, el sentido del disfrute gastronómico está más allá de la regla natural de la actividad nutritiva, la trasciende, y tal sentido es otorgado, en general, por el que lo disfruta, no está dado en las leyes de la naturaleza, es libertad. Es, una vez más en clarividente sentido kantiano, una demostración de que el uso práctico de la razón otorga contenido a lo que, de suyo, en el orden teórico carece. El mundo de la determinación natural es ciego, causalmente torpe, pues no ve más allá de su inmanente regla. Ni el animal, ni el ignorante pueden acceder al sentido de su actividad, porque ésta no incluye en sí su sentido, no es inmanente, y es la razón quien lo halla fuera de la actividad misma y se lo añade, libremente.

Otra cosa es pretender ciencia estricta con el asunto del sentido. Porque lo que no está sujeto a la determinación de la naturaleza, no es objeto del uso teórico de la razón. Si nos empeñamos en tal corremos el riesgo de producir monstruos, absurdos racionales, como ya hemos expuesto en otras ocasiones. A quién no le guste el bonito que no coma marmitako, y no servirá ciencia alguna para hacerle comprender que pocos guisos más apropiados cuando se está capeando temporales en el Cantábrico, bregando sin cuartel por llevar las bodegas llenas de capturas a puerto. Esto no es cosa de ciencia, es cosa de arte, de sentido común, aristotélica sapiencia. Ya aprenderá el neófito, el cientifista dogmático, ante la evidencia, el buen sentido de comer marmitako.

En demasiadas ocasiones se confunde conocer con resolver biunÍvocamente. Es curioso como parece que la razón está tentada en resolverlo todo en un valor. Como mucho acepta la existencia de dos opciones antagónicas, de tal manera que, según el punto de vista, puedan formularse todos los problemas como simples cuestiones de sí o no. Ésta es la ilusión de los lógicos, poder reducir cualquier problema a un valor binario. O en su caso a la petición del postulado binario del que se parte. Nos parece que de la ilusión a la alucinación sólo hay un paso, como bien describen los psicólogos. Del error interpretativo de la información sensorial a la percepción sin estímulo sólo media un paso, pero es el paso justamente que distingue al cuerdo ilusionado del enfermo alucinado. El reduccionismo lógico es una forma refinada de enajenación racional. Como un enfermo esquizoide el lógico alucina con un mundo de soluciones binarias.

Si tomamos por ejemplo la cuestión que estamos tratando se apreciará claramente lo que decimos. Nadie, en su sano juicio, diría que solo tiene sentido comerse un marmitako en la campaña del bonito y embarcado, por cierto, curiosamente en verano. Puede argumentarse que todas las teorías sobre el sentido de cualquier cosa se reducen a dos, las que se muestran a favor y las que lo niegan. Si se prescinde del correlato óntico, desde su aspecto meramente formal, podrían concluir que, para cualquier objeto, tener o no sentido, depende de la postura teórica que se adopte. Así el conocimiento es irrelevante, solo hay que tomar postura. Para nosotros esto es racional y visceralmente inaceptable. Es justamente lo contrario lo que hemos querido explicar más arriba. Fuera del barco también encontramos al marmitako sentido placentero o nutritivo. Nosotros que lo comemos le damos sentido, si se prefiere, valor.

Y para saber apreciar hay que saber. Pero también, a veces, para disfrutar hay que olvidar. En unas ocasiones el desconocimiento ayuda a lograr el sentido, en este caso fin, porque si supiéramos a priori la consecuencia no persistiríamos en la actividad. Es lo que me ocurre con la difícil digestión de un buen plato de callos a la madrileña. En otras desconocer los detalles, los esfuerzos que se han necesitado, etc. impiden o dificultan mejor disfrutar de lo que degustamos. Hasta que no descubrimos el efecto del fuego en la mayor parte de los alimentos comer era un trabajo agotador. El homo erectus, o ergaster en Asia, pudo disfrutar no sólo del mejor aprovechamiento de las proteínas si no del estupendo sabor de la carne asada. Un tío listo el ergaster.

Por tanto, sírvale a cada uno lo que prefiera. Disfruten los inconscientes de la cena, sin sentido, si la compañía o la tertulia no les satisface y quédense solo con eso, ¡qué pena!, o mejor, ¡seamos conscientes! Estoy seguro de que estos casi ocho años de nuestra sociedad nos habrán cambiado la actitud, nos habrán hecho conscientes, y enseñado a apreciar que nuestras cenas siempre tienen sentido.
©Óscar Fernández