sábado, 4 de octubre de 2014

LA VERDAD SOLO TIENE UN CAMINO Y EN EL CAMINO NOS ENCONTRAREMOS

Aquí estamos hoy para plantear con detalle que la verdad objetiva, en realidad, no es nada. La verdad real es subjetividad, se hace en el sujeto que se compromete con ella. La verdad será una, pero será a la vez de muchos; tendrá un solo camino, que dicen algunos, pero ese camino habrá que andarlo, no pueden andarlo por nosotros. El camino, incluso el que se recorre varias veces, siempre es incertidumbre, pero incertidumbre confiada. De lo contrario, nadie lo recorrería. No hay verdad sin sujeto comprometido con la incertidumbre del camino que recorre confiado en alcanzarla. Dirán ustedes que hemos roto con la esencia del aperitivo, procediendo al contrario de lo que llevamos ya más de tres años predicando. Que hemos llegado al concepto sin haber pasado por la experiencia de los sentidos, sin gustar de la experiencia gastronómica. Rectifiquemos con una socorrida analepsis. 

No ha mucho que estábamos haciendo la cuenta de quiénes seríamos los que ahora somos y qué gustaríamos del menú que ahora gustaremos, cuando reparamos recién cantados los laudes, y no sin cierta sorpresa, que una mayoría, por muy escasa diferencia, se decantaba por el bacalao al ajoarriero. Hoy sabemos que la encuesta finalizó en empate con el “entrecotte”, pero la sorpresa no ha desaparecido. Siete de los presentes se arriesgan con el ajoarriero, frente a los timoratos que preferimos el “entrecotte”. Arrojada mayoría, pensamos definitivamente, si incluimos al valiente que opta por el atún. Quisimos buscar explicación al resultado y la encontramos donde estaba, inmanente en la propia elección, en el ajoarriero.

El ajoarriero es una salsa, o acompañamiento, que básicamente consiste en el enriquecimiento de la clásica mixtura española de ajo y aceite. El ajoarriero es ajada gallega o refrito maragato, en castellana denominación. Diríamos que es un ajoaceite de carácter indiano. Un alioli regresado desde aquellas tierras de conquista o de promisión, allende la mar océana, engalanado con exóticas riquezas (y la más común, el pimentón). Aunque el ajoarriero puede usarse casi con todo lo que se deje cocinar (¡hay incluso un repollo ajoarriero!), es con el bacalao con quien desde muy antiguo hizo mejores migas. Es la incertidumbre en la elección lo que veníamos a explicar, ¿qué bacalao al ajoarriero encontraremos? Podemos clasificar la variedad de este plato, en la Ibérica Península, en dos grandes grupos: el que calificábamos mesetario y el que se nos antojaba periférico. El mesetario resulta de la elaboración con patata y huevo, de color amarillento característico, pajizo podríamos decir, para arrieros de secano. El periférico es huertano, adornado con variedad de pimiento y tomate, festivo, a veces incluso, picante. Dos ejemplos típicos encontrábamos, el ajoarriero manchego, más conocido como “atascaburras”, y el ajoarriero navarro. A la incertidumbre del ajoarriero, mesetario o periférico, de secano o de regadío, contundente atascaburras u orgulloso guiso navarro, se une el bacalao que aporta confianza. Es el bacalao recurso que garantiza sustento en tierras ya muy exhaustas. Tierras que llevan siglos siendo exprimidas, ellas y sus gentes. Imaginaba rostros de piel curtida por los rigores del estío y la canícula, desmigando el abadejo o curadillo, pacientes, serenos de tanto haber caminado trayendo de aquí para allá media vida. ¡Bacalao!, alimento de transeúntes, de viajantes preindustriales, que andan siempre echando en falta recua para la mercancía y les sobra para sí mismos. Sabios de conocer lugares y gentes, que dudan en el vadeo pero miran con fe el camino. 

Y en estas imágenes se me presentó, ya pasada la hora de tercia, el recuerdo del danés angustiado, crítico de actitudes institucionalizadas, amigo del individuo que se arriesga, incapaz de aceptar la certeza racional “more geometrico” de mi “entrecotte”. ¿Qué puede ocultar un “entrecotte”? ¿Cómo puede sorprendernos una pieza del lomo simplemente hecha a la plancha o la parrilla? Bastará algo de oficio en los fogones para librarnos del único posible temor: que resulte una suela. El “entrecotte”, en nuestro análisis, por encontrar valor positivo, es sinceridad. No hay doblez o engaño. Es lo que es, es cosa, ser en sí. Cual conciencia trascendida ordenábame el fantasmal “de Silentio”, me arrepintiese de escoger la banalidad. Banalidad del cálculo exacto sin margen para la sorpresa. Porque optar por un “entrecotte” es a la vivencia gastronómica como pretender mediante algoritmos resolver la aventura de la vida. El “entrecotte” es para los cobardes me dije. El bacalao para los comprometidos con la verdad. El “entrecotte” es para los que no dudan, instalados en una fe que no es tal. La fe sin dudas ni es fe ni es “na”, me susurraba al oído castizamente el danés. Quien escoge bacalao ha dado el salto, yo, triste de mí, seguía instalado en la absurda racionalidad del “entrecotte”. Pero era tarde, la elección estaba hecha.

Quisimos entonces, poco antes de la hora de nona, buscar la experiencia gastronómica necesaria con los primeros, donde no hay elección, para la comprensión de la fe auténtica. Nos pareció que la simplicidad de los calamares y la pretensión obviamente engañosa del “pudding” de cabracho no podían satisfacer nuestra búsqueda. Ninguna duda presentan. Los calamares son tan en sí como un filete, y solo formando parte de un guiso habría alguna esperanza con ellos. Del cabracho ni hablamos. No veíamos como encontrar el compromiso con la verdad en lo que, en su misma concepción, oculta un engaño: huevos, hortalizas varias, nata, un etcétera inacabable, y todo para lograr un pastel con el mínimo de pescado imprescindible. Pura falacia.

Los pimientos rellenos de bacalao nos parecían socorridos, resultones. Solo si respondieran al excepcional pimiento del piquillo relleno, que sirven en la calle del Laurel por San Mateo, arriesgaríamos a recomendarlos como experiencia de autenticidad cierta. ¡Eso sí que es un compromiso con la verdad, a la orilla del Ebro, y con un Rioja! Quizá nos ofuscaban las vísperas sin haber aún probado bocado cierto, y estando todo solo cocinado por la “loca de la casa”. Pero de los primeros, sin duda, eran las setas a la plancha con gambas y jamón, las que podían redimir a los timoratos. Con la inusitada cocción en vino, lo que en apariencia parece seguro, se torna dudoso y hace posible la sorpresa. Reconocerá la audiencia que hay que tener fe para aceptar la novedad, abandonar lo que dicta la razón y probar a ciegas. Con estas cábalas vino a caer la noche, y no dio para más mi investigación, rendido por el esfuerzo.

Así llegamos de nuevo al principio, al ahora, tras una semana de angustia o ansiedad, que igual da, y reclamo (para todos, gentes del bacalao y del “entrecotte”, minorías del atún o el rodaballo) explicación de cómo es posible aquello de que la verdad es subjetividad, y que tener fe es a la vez tener dudas. Que la verdad objetiva no nos sirve y que si solo tiene un camino, digo yo, arrieros somos y en él nos encontraremos.

©Óscar Fernández