viernes, 11 de diciembre de 2015

DE LA PROPIA IDENTIDAD Y LA DECONSTRUCCIÓN DE LA TORTILLA

Proponemos hoy adentrarnos en la discusión acerca de lo que efectivamente otorga identidad, propia y ajena. Parece entonces pertinente plantear si puede llamarse ensalada a la mezcla de cualquier ingrediente, como de la que daremos cuenta de inmediato. ¿Basta con que haya verdura de hoja? ¿Debe estar aliñada? ¿Puede presentarse templada? ¿Qué es en realidad ensalada? La introducción de las gulas, como es el caso, un subproducto industrial del pescado procesado, artificio donde los haya de la soberbia humana ¿atenta contra la convicción general del carácter natural de las ensaladas? ¿Es la espinaca la que otorga identidad a la ensalada? Puede argumentarse que ensalada es lo que etimológicamente designa el término, es decir, del latín vulgar “salata”, forma corta de la expresión “herba salata”, verdura salada. El popular plato romano de verduras cortadas aliñadas con aguasal. Podríamos aventurar que el exceso de ingredientes que se mezclan con la verdura, o su excentricidad, lleva a una pérdida de la identidad del plato. Lo que haría de, por ejemplo, los calamares a la andaluza, modelo de rigor identitario, tan someramente manipulados ellos, simplemente pasados por harina y abandonados a su suerte en el aceite hirviendo. Si se reconoce a la ensalada a pesar de sus infinitas variantes, si se reconoce ensalada a la nuestra templada con espinacas, gulas y gambas, será porque se admite la existencia de la identidad de la ensalada. La que es igual a sí misma, se vista como se vista. De esta guisa los calamares en el sobrio tratamiento andaluz son más reconocibles. Curiosamente los calamares a la andaluza, solo lo son fuera de Andalucía. Allí son simplemente fritos, diferenciados de los rebozados con huevo, a los que comúnmente se conoce como a la romana. Les ocurre a estos calamares como a casi todos con su identidad propia, en ocasiones, solo se descubre fuera de su propio ámbito. Hay que estar fuera de casa para reconocerse de casa.

Ensalada y calamares se reconocen sin dudas. Una por más que se esconda y los otros por impúdicos, ambos se reconocen de modo cierto. Nadie confunde ensaladas con cocidos, ni calamares fritos con rebozados. La certeza con que se presenta un fenómeno es la instancia última de su aceptación por parte del sujeto que conoce, ante el que se presenta. 

A propósito de esto permítanme una digresión de fenomenólogo aficionado. Cualquier fenómeno en su aparecer mismo exige un sujeto y, sorpresivamente en cambio, puede prescindir, sin gran disgusto, de la existencia real de lo contenido en ese aparecer. Dicho de otro modo, el fenómeno, en cuanto objeto de la conciencia, es siempre el predicado de un sujeto, incluso cuando el contenido del predicado sea dudoso. Si admitimos que el sujeto no puede ser puesto entre paréntesis, mientras que prácticamente todo lo demás sí, es porque de todos los contenidos de nuestra conciencia lo único que es cierto es nuestra propia certeza. No hay más clara certeza del yo que la certeza misma. Cuando se da el salto metafísico que supone otorgar carácter absoluto a esa certeza y elevarla a la categoría de ser, es cuando tomamos conciencia del yo, y nos identificamos.

La propia identidad es una certeza constantemente amenazada. Amenazada por el carácter intencional de la propia conciencia, empeñada en trascenderse sin salir de sí. Amenazada por la imposibilidad de comunicarse con otras identidades que solo son accesibles a sí mismas. Amenazada por la permanencia de las representaciones sin poder representarse a sí misma. Amenazada por las leyes de un universo de movimientos determinados contrarios a su propia determinación. La conciencia del yo es problemática para la propia conciencia. La certeza del yo es por el contrario categórica. En un universo de fenómenos inciertos, en un océano sin costas, sin continente, aparece una sola tabla donde asirse, el yo, una certidumbre de carácter tan íntimo que todo esfuerzo por desentrañarla se nos antoja inútil. No podemos dejar la tabla a la que nos agarramos, abandonar nuestro único asidero, sin acabar finalmente por ahogarnos. 

Más enjundia presenta el asunto cuando se somete el yo a la consideración de su propia identidad. El yo, inseparable del fenómeno corpóreo, en constante movimiento, ya sea subjetivo, orgánico o trascendente, ya sea sujeto cognoscente de sí o carne física aparentemente fuera de sí, parece que ha de ser necesariamente yo. Deberíamos poder “deconstruirnos” para intentar desentrañar el misterio cartesiano, mucho antes platónico, y aunque lo quieran disolver por todos los medios, misterio también para materialistas “eliminativistas” contemporáneos. 

Tal deconstrucción no será la misma famosa deconstrucción de la cocina contemporánea. El gran hallazgo de Adriá, que le permitió superar la influyente nueva cocina francesa para reivindicar la cocina tradicional vestida de nuevas texturas, formas y temperaturas sin perder la esencia gustativa reconocible por un comensal culturalmente afín. Cuando se pretende presentar la esencia misma de un conjunto de sensaciones, la clave que permite distinguirlas, en una disposición que atenta contra la estructura habitual en la que se nos presenta, por ejemplo en una tortilla, resulta inútil el esfuerzo por convencer al comensal de que a pesar de lo que experimenta, está tomando efectivamente tortilla. No hay que convencerle porque reconoce la tortilla más allá de lo que se le presenta visualmente. No es lo mismo pero se parece. Si “deconstruimos” en el sentido “derridiano”, inspirados en la “destruktion” de Heidegger, la identidad personal, el yo íntimo indubitable, descubriríamos el recorrido metafórico y metonímico del término, para concluir que es el fenómeno del transcurrir en el tiempo lo que identifica el ser de la autoconciencia. Es la memoria la que juega el papel fundamental en el “autorreconocerse”. Así sucede en la deconstrucción culinaria. Se apela a la memoria gustativa de los fogones tradicionales para el reconocimiento de la tortilla de patatas en una copa de cóctel, donde la patata es una espuma, la cebolla se oculta caramelizada en una gelatina y el huevo en una crema sin su clara.

La tortilla de hoy, será de patata, pero no “deconstruida”. Será trufada, lo que muy lejos de despistar al paladar potenciará la inequívoca experiencia de la más insigne combinación gastronómica moderna y española. Ya fueran navarros los autores, según la primera referencia documental conocida de 1817, o verdadera la leyenda carlista que hace a Zumalacárregui padre de su popularización, ya fueran paisanos de Villanueva de la Serena, o el cocinero aragonés Teodoro Bardají su descubridor, la tortilla de patata es y será pura identidad española. Yo, en cambio no termino de saber quién soy. Quizá soy mi cuerpo… Quizá no... Lo que sí me seduce es que soy yo, indubitable vosotros y yo, compartiendo una espléndida tortilla de patatas.

©Óscar Fernández

martes, 24 de noviembre de 2015

Identidad personal

Hagámonos unas preguntas, para orientar el debate del próximo XXV Encuentro Filosófico-Gastronómico:
  • ¿Somos algo más que la experiencia de nuestros actos de conciencia, o a favor de Hume, tenemos la necesidad de fingir un yo sustancial soporte de nuestras percepciones?
“En lo que a mi respecta, siempre que penetro más íntimamente en lo que llamo mi mismo tropiezo en todo momento con una u otra percepción particular, sea de calor o de frío, de luz o de sombra, de amor o de odio, de dolor o placer.... Nunca puedo atraparme a mí mismo en ningún caso sin una percepción...Cuando mis percepciones son suprimidas durante algún tiempo: en un sueño profundo, por ejemplo,....no me doy cuenta de mí mismo, y puede decirse que verdaderamente no existo. Y si todas mis percepciones particulares fueran suprimidas y ya no no pudiese pensar, sentir, ver, amar u odiar tras la desaparición de mis cuerpo, mi yo resultaría completamente aniquilado....Si tras una reflexión seria y libre de prejuicios hay alguien que piense que él tiene una noción diferente de sí mismo, tengo que confesar que ya no puedo seguirle en mis razonamientos. Todo lo que puedo concederle es que él puede estar tan en su derecho como yo, y que ambos somos esencialmente diferentes en este particular. Es posible que él pueda percibir algo simple y continúo a lo que llama su yo, pero yo sé con certeza que en mi no existe tal principio.”David Hume, Tratado de la naturaleza humana, Libro I, Parte IV, Sección VI
  • Al contrario, ¿nuestra identidad personal esta constituida por el "yo pensante" y nada tiene que ver con ella la máquina en la que nos alojamos?
“Advierto, al principio de dicho examen, que hay gran diferencia entre el espíritu y el cuerpo; pues el cuerpo es siempre divisible por naturaleza, y el espíritu es enteramente indivisible. En efecto: cuando considero mi espíritu, o sea, a mí mismo en cuanto que soy sólo una cosa pensante, no puedo distinguir en mí partes, sino que me entiendo como una cosa sola y enteriza. Y aunque el espíritu todo parece estar unido al cuerpo todo, sin embargo, cuando se separa de mi cuerpo un pie, un brazo, o alguna otra parte, sé que no por ello se le quita algo a mi espíritu. Y no pueden llamarse «partes» del espíritu las facultades de querer, sentir, concebir, etc., pues un solo y mismo espíritu es quien quiere, siente, concibe, etc. Mas ocurre lo contrario en las cosas corpóreas o extensas, pues no hay ninguna que mi espíritu no pueda dividir fácilmente en varias partes, y, por consiguiente, no hay ninguna que pueda entenderse como indivisible. Lo cual bastaría para enseñarme que el espíritu es por completo diferente del cuerpo, sí no lo supiera ya de antes”.
René Descartes, Meditaciones metafísicas. VI
  • ¿Se exige para el creyente en la trascendencia que nuestro cuerpo forme parte de otra vida más allá de la muerte en ésta que ahora disfrutamos o padecemos?
“¿Se trata de una transformación límite de la materia en energía? La ciencia actual tiene un concepto de la materia sumamente elástico: esta puede ser inconmensurable, imponderable, inextensa. La gran variedad de seres que pueblan el mundo se debe únicamente a la manera de combinarse sus partículas elementales; todo se reduce a estructura. Esos mismos componentes pueden presentarse aquí como corpúsculos y allí como ondas. ¿Como ondas inmateriales? Inevitablemente tendemos a pensar que para que haya ondas tiene que haber algo que ondule, es decir, un soporte o conductor de dichas ondas, lo mismo que hace falta la cuerda vibrante de un violín para que haya vibraciones. La física moderna niega tal necesidad. Koestler desafiaba a sus oyentes a imaginar una vibración de la cuerda pero sin cuerda, una onda de agua pero sin agua, la sonrisa del gato de Alicia pero sin gato. La verdad es que no hace falta que algo sea imaginable para que sea verdad. El grado exigible para que algo pueda considerarse real, para que podamos afirmar que tiene entidad material, ha descendido bajo mínimos. Nada más amplio, nada más flexible y acomodaticio que el concepto actual de materia. Diríamos que la frontera entre lo que llamamos material y lo que llamamos inmaterial se ha hecho no sólo borrosa, sino incluso permeable.”
José María Cabodevilla, El Cielo en Palabras Terrenas.
  • Con el transcurso de los años nuestro cuerpo es otro mil veces regenerado, aún así ¿forma parte de nuestro yo más íntimo?
“La materia, sin dejar de ser materia, es asumida en la vida, y la vida, sin dejar de ser vida, es asumida en el pensamiento. En el hombre hay pensamientos, hay funciones orgánicas, y hay una cierta cantidad de carbono, hidrógeno, calcio. ¿No cabría pensar en un nuevo nivel donde todo eso estuviera presente y a la vez transformado? [...] El cuerpo glorioso y el cuerpo terreno son tan diferentes y tan semejantes como un cuerpo terreno y su sombra.”
“En una rosa no hay otros elementos distintos de los que ya existen en el suelo donde arraiga el rosal. Son las mismas sustancias, pero cernidas y refinadas y transmutadas. Desde esos cuerpos oscuros, pesadamente terrenales, intentamos vanamente imaginar cómo será, en qué consistirá aquello que Rilke llamaba «florecimiento de la carne».”

José María Cabodevilla, El Cielo en Palabras Terrenas.
  • En el hipotético caso de que la clonación fuese posible, o que pudiéramos volcar nuestra conciencia (memoria, o lo que sea) en un soporte digital ¿seriamos nosotros idénticos, el mismo yo, en otro cuerpo u otra materia?
  • ¿Venceríamos a la muerte en este caso en el que pudiéramos trasferir la conciencia a otro soporte material?
  • Puede decirse que hay algo más que lo físico-natural, sí a pesar de ser casi irreconocibles respecto a nuestra propia imagen del pasado, nos seguimos nosotros reconociendo en el espejo?
  • ¿Será que nuestra identidad, nuestro yo, se corresponde con un esquema, quizá geométrico, quizá emocional, o ambos, que nos permite reconocernos en el espejo a pesar de los cambios físicos que suceden con el paso de los años?
  • ¿Es nuestra imagen física la que corresponde con la realidad física corporal en cada momento de nuestro transcurrir en el tiempo, o es un constructo, un producto artificial de la conciencia, la nuestra y la de los otros?
  • ¿Hay en nuestra mirada, en como miramos a los otros y a nosotros, una imagen de nuestro yo, reconocible por nosotros y los otros? ¿Es esa mirada la imagen de nuestra alma?
  • ¿En la enfermedad mental degenerativa, en la pérdida gradual de la memoria, en la vejez, dejamos de ser nosotros, antes incluso de dejar de ser seres humanos vivos?
  • En fin, ¿Quién c... somos?

miércoles, 4 de noviembre de 2015

Entrevista en Onda Cero Coslada

Oscar Fernández, sanfernandino nos ha presentado su libro "Aperitivos pensados" en #CosladaenlaOnda

Posted by Onda Cero Coslada on Miércoles, 4 de noviembre de 2015

jueves, 22 de octubre de 2015

PRESENTACIÓN DEL LIBRO "APERITIVOS PENSADOS"

Gracias a la amabilísima oferta del Director de la Biblioteca Municipal de San Fernando Henares "Rafael Alberti", podemos publicar esta invitación:


sábado, 10 de octubre de 2015

SOBRE LA PLENITUD. APROXIMACIÓN A UNA FILOSOFÍA DEL BUEN COMER

Esta noche no podemos andarnos con pequeñeces. La cuestión que hoy tratamos no permite manejarnos en el terreno de las ocurrencias. Hasta tal punto se muestra radical la investigación propuesta, que nos sitúa en el quicio mismo del deber, señalando a la raíz misma del vínculo que establecemos con él. Obligación de filosofar sin componendas, responsables de las palabras que pronunciemos. Porque nadie discutirá aquí de la necesidad de la Filosofía, necesidad que es obligación de pensar “en serio”. Nos proponemos que nuestro aperitivo no desmerezca de esta misión. Y no vemos mejor ocasión que ésta, para emprender animosos la tarea de esclarecer el tema que nos ocupa, desde la experiencia gustosa de esta cena. Así, en dos bocados y un trago, nos preguntamos sobre la plenitud de la vida humana.

¡Qué fácil sería hacer analogías más o menos ocurrentes con los platos del menú! ¡Qué simple hablar de plenitud en el grotesco sentido del glotón, o de felicidad en el escandaloso sentido del sibarita! Rechazar, si cupiese, la propuesta aristotélica y en un mal entendido placer gastronómico adoptar un hedonismo falaz, para poder imbricar la cuestión de la plenitud de la vida humana con la experiencia de nuestra cena, sería, en el más suave de los juicios, una mofa inaceptable de nuestro deber. Lo mismo si tratáramos de hacer proselitismo de una “ataraxia”, como poco estúpida, proponiendo la imperturbabilidad ante las tentaciones del menú. Pero, ¡si han sido amorosamente ejecutados los platos con ese fin!, ¡perturbarnos en el más honroso de los sentidos! El menú ejecutado en las cocinas es arte, arte para que gocemos. ¡Tomemos lo que tenemos entre manos en serio! Y como sabemos que aún hoy hay, incluso aquí entre nosotros, quienes creen que este deber del Aperitivo es solo un divertimento, más propio de monólogos al uso, que de diálogo sincero, expresemos sin más dilación la tesis que sostenemos. La Felicidad, en el sentido más absoluto, a la que hace referencia la expresión “plenitud de la vida humana”, esa Felicidad que hace de nuestra vida, según el Filósofo, vida divina, si es posible, ha de contar con las felicidades relativas, propias de la más humana de las vidas. Ha de contar con la comida. Ha de contar con esta cena en concreto, no otra.

Para acceder a esta certeza podríamos seguir el consejo del primero entre los modernos. Tratar de librarnos de nuestros prejuicios acerca del menú, someterlos a crítica, y alcanzar la intuición de la verdad buscada. Pero mucho nos tememos que es harto difícil abandonar un prejuicio, identificarlo como tal una quimera, y mucho más cuando está firmemente asentado por el hábito en la experiencia. Esto nos pasa a nosotros por ejemplo con el pepino, del que no podemos olvidar que lo llena todo incluso cuando es utilizado con mucho tiento. Es más difícil librarse del pepino en una ensalada, por ejemplo, que de la idea de sustancia, por más que ésta se nos imponga como soporte de nuestra experiencia. Si hizo falta más de un sesudo británico para establecer la duda racional sobre la sustancialidad del yo, imaginen ustedes lo que nos costaría a nosotros librarnos de la pertinaz impresión del pepino y su idea derivada. Pero dejemos ahora el pepino, ya le dedicaremos este tiempo y espacio, como fenómeno gastronómico más que discutible.

Quizá parece entonces mejor método suspender el juicio sobre aquello que creemos conocer. Debemos “poner entre paréntesis”, hacer “epojé” de las ideas derivadas de años de experiencia como comensales y considerar el puro fenómeno del menú en la conciencia. Esto es posible porque el menú vivido (queremos decir producido y llevado a su fin en la mesa, por no alargarnos aquí en su caracterización) es producto del espíritu, una expresión de la existencia, es un inequívocamente proceso de conciencia. Como tal la obra intencional del chef y su taller llevada a su acabamiento o perfección en el acto para el que fue concebida, la degustación más que inteligente reflexiva, todo este vivir en fin, es prolongación de nuestro ser. Si filosofar es tratar de responder a la tríada kantiana que se sintetiza en la pregunta ¿qué es el hombre?, el menú de esta noche, su vivencia, ha de ser camino para profundizar en esa misma búsqueda. Estamos con Raymond Aron, y como él a Sartre, decimos a todos que hacer filosofía lo es sobre las cosas tal como se experimentan, describirlas como se sienten.

Un menú es un ejercicio de arquitecto, un boceto de artista, que se plasma real en el oficio de las cocinas. Cada plato es tanto fruto del conocimiento práctico, realización de una “tekné”, como aplicación del saber científico, “episteme” al servicio de los sentidos. De la obra de los expertos al disfrute de los comensales se recorre el mismo camino que entre la mirada del espectador de un cuadro y su autor. Si mostramos esta misma analogía con la música o con la poesía seguro que nadie discutirá que son caminos filosóficos y que en ellas hay amor a la sabiduría. No entendemos por qué se duda entonces de esto mismo en la ciencia gastronómica, en el arte de los fogones y en el lenguaje que comporta. Se puede discutir en dónde situaremos este saber, cuán lejos o cerca esté de la filosofía primera, pero no se puede dudar de su carácter.

Cuando profundizamos en las raíces culturales de un plato, o en la habilidad para combinar ingredientes, tanto en el esfuerzo de gustar, como de servir a la nutrición y a la salud; cuando relacionamos la disposición de las viandas y sus acompañamientos en el plato, la idoneidad o no de unos u otros condimentos; cuando buscamos acierto con el vino o tratamos que se realcen las calidades de los productos; cuando, en fin apreciamos con rigor, con conocimiento de causa, a lo largo de la velada con los amigos, la cena, se representa ante nuestra conciencia el camino filosófico hacia nuestra plenitud como seres humanos. Es éste un ejercicio moral coherente con el “corpus ético” aristotélico. Dice el Filósofo y con él nosotros, que el alma sensitiva “participa en cierto modo de la razón”. Por tanto, habrá de considerarse que comer de este modo es actividad propia de la vida sensible, que es humana (no sólo animal), ejercida conforme a virtud (virtud ética) y engarzable con la Felicidad plena que nos planteamos. Ésta consiste en la vida contemplativa, de las cosas particulares y contingentes, objetos de la razón práctica, y sobre lo universal y necesario, objeto de la razón teórica. La prudencia, en aquélla y la sabiduría en ésta, son las virtudes dianoéticas que hacen posible tal plenitud. Cosa de dioses para el Estagirita. Pues bien, en tanto que no comemos como irracionales, ni comemos solo empujados por el deseo o la pasión, porque no comemos sólo adornados de una razón pura tan infalible como inefable, disfrutamos con mesura, valor y justicia, pues admiramos la ciencia y el arte que encierran, de lo que comemos conscientemente, con conciencia. Hoy, y tantas veces como queramos, podremos ser así humanamente felices. Podremos contemplar prudentes nuestra propia vivencia y esperaremos, en consecuencia, alcanzar sabiduría para encontrar la Felicidad de una vida humana plena, divina.

©Óscar Fernández

sábado, 27 de junio de 2015

DEL PERFECTO MENÚ A LA ENTREGA PERFECTA

No se ha insistido suficientemente sobre la importancia de una correcta elección en la combinación de los platos de un menú gastronómico. No siempre se acierta con el mejor segundo o principal en relación al entrante o primer plato escogido. Reconocemos el buen oficio de la restauración en la habilidad de los artesanos de los fogones, pero olvidamos frecuentemente que no menos importante es la sabia armonía del grupo de platos que se ofrecen en el menú. Cuando se deja en manos del comensal la elección entre una variedad de platos agrupados, se corre el riesgo de elecciones incoherentes o faltas de criterio. Permítase un ejemplo que por obvio, mostrará claramente el asunto que nos ocupa. No tendría ningún sentido elegir un primer plato excesivamente condimentado, fuertemente picante por ejemplo, para pasar a un segundo de sabores delicados. No es solo cuestión de moderar intensidades de sabor. Hay combinaciones que difícilmente “casan”. Un guiso contundente de legumbres con toda su parafernalia de carnes y chacinas no puede preceder a un asado de cordero, ni en el caso de que se presenten ambos en raciones moderadísimas. 

Más interesante que señalar estas excentricidades rayando el absurdo, será reparar en que elegir un menú bien combinado es un ejercicio de creatividad, donde el comensal es autor principal de la experiencia gastronómica, un aliado esencial del maestro de cocina, para construir juntos una obra de arte. En nuestro caso, aún con mayor fundamento, deberíamos afinar nuestra elección para nuestro propósito de provocar a la Razón desde la Sensibilidad. Es fácil imaginar que un menú que transite por el equilibrio y la armonía de los platos elegidos facilitará un discurso deductivo sosegado, o que una búsqueda de texturas contrastadas será antesala de un sano diálogo de opiniones enfrentadas al modo socrático.

Comentemos alguna de las elecciones de las que tenemos noticia. El arroz meloso y el lenguado relleno parecen la opción mayoritaria. Hay aquí claramente señales de influencia aristotélica. El arroz vendrá servido sin complicación alguna, por eso del “señoret”. Cocinado sin sequedades, en ese punto de humedad que facilite el descubrimiento de los sabores, será un plato amable. El arroz es como el buen discípulo, se deja empapar de lo que le rodea, pero no admite excesos. Si el maestro se excede el arroz se pasa. El lenguado es también amabilidad. Alimento sano, bajo en grasas, delicado en su sabor y por esto muy adaptable. Se deja acompañar mientras no se le impongan sabores que le oculten, sabores en el término medio. El conjunto es modelo de una cena con sentido común. Sobria, saludable, pero no por ello menos placentera. No hay nada más aristotélico que el sentido común y el término medio. Por otro lado si el arroz meloso se combina con el “entrecotte”, a la facilidad del plato del “señoret” se le une un festín cárnico sin complicaciones. Elección para gentes con hambre, vitalistas. Gentes necesitadas de aporte calórico para enfrentarse con la ardua tarea de inventar valores. Un menú de superhombres. 

Ahora bien si al lenguado le antecede el revuelto de morcilla probablemente obtenemos la combinación más contrastada. Casi estamos ante un ejemplo de dialéctica estricta. El alimento nutritivamente completo del huevo unido a la morcilla y al contraste de texturas de los piñones y la manzana es la tesis, diríamos fuerte, sin ambigüedades. El delicado lenguado y su relleno son su antítesis debida. No sabemos si ambos platos se exigen. No sabemos si no puedan ser el uno sin el otro, pero si su contradicción da lugar a una síntesis superadora, parece que solo uno de nosotros podrá experimentarla. Y necesitamos que transmita su experiencia, porque ni somos adivinos, ni fieles creyentes de la izquierda hegeliana. 

El ajo blanco de mango y el “confit” de pato combinan tradición y exotismo con sofisticación de alta cocina francesa. Muy apropiado para adentrarse en las complejidades del pensamiento ilustrado. Fíjense como una combinación u otra cambian radicalmente el sentido filosófico de la comanda, pues el mismo primero unido al lenguado, muestra tal moderación, que muy probablemente allanase el camino para la investigación del ideal ético estoico. Cambiamos el segundo y de Rousseau pasamos a Séneca casi sin darnos cuenta. Y es que debe ser el ajo blanco el descubridor de la analogía obvia entre dos pensamientos que beben en las fuentes de la racionalidad clásica y concluyen en propuestas morales universalistas. 

Ensalada de bacalao más “entrecotte” o lenguado son clasicismo puro, si no fuese porque la proliferación de ingredientes dispares de la ensalada nos acerca a cánones barrocos o incluso rococós. “Una ensaladita y una carne o pescado sencillitos”, es la recomendación segura de un “maître” poco arriesgado. Por todo esto nos parece que entre lo clásico por la combinación y lo barroco del primer plato, sería el menú perfecto para un discípulo de Descartes. El único filósofo que sin arriesgar con una propuesta ética antes de tiempo, aconsejó como máxima provisional el “dónde fueres haz lo que vieres”

No salimos de nuestro asombro al comprobar que nadie elige merluza. ¿Es que acaso se presupone que ningún primero puede hacerle justicia? Quizá. Por sí sola ya se basta. La merluza es señora de la delicadeza en el trato que exigen los pescados en las cocinas. Trato que se debe a un producto ya delicado en sí. De esa delicadeza nace la elegancia que siempre muestra en cualquiera de las múltiples preparaciones que admite. La merluza se entrega desnuda para ser engalanada. La merluza delicada, elegante y versátil, acompañada de almejas y gambas parece un regalo de Afrodita. La cocción justa de todos los ingredientes para mantener la firmeza de las carnes, nos llenará amorosamente de sabores marineros.

Este recorrido nos permite, a partir de la experiencia sensible, abstraer conceptos claves, no en un proceso de simple generalización, sino en un descubrimiento casi mágico de la esencia de lo gustado. Delicadeza, elegancia, firmeza, sabiduría, amabilidad…, son conceptos que guían ahora la percepción de nuestra circunstancia, para descubrirlos como las condiciones que hacen posible nuestra ocupación más relevante. No son solo palabras, signos que designan lo común de individuos percibidos. Son verdadero conocimiento que se expresa de modo preciso. Dice San Agustín en el texto propuesto: “es por el conocimiento de las cosas por el que se perfecciona el conocimiento de las palabras”. No al revés, decimos nosotros. Ya seamos profesionales de la docencia o esforzados padres abrumados por la tarea educativa de la prole, no nos bastarán solo las palabras. Firmeza delicada exige la transmisión amable de la sabiduría, la que nace de la experiencia y de la ciencia. Lo mismo da. Porque del arte de educar saben los que aman. Educar es la suprema entrega al otro, la entrega perfecta.

©Óscar Fernández

miércoles, 3 de junio de 2015

Publicación de los Aperitivos

Hace poco menos de tres semanas fueron publicados los 22 aperitivos que hasta la fecha se han pronunciado en nuestros Encuentros. Se ha hecho una edición sobria pero digna y se aprovechará el próximo Encuentro para su presentación oficial.

Por ahora solamente es posible atender peticiones por correo contra-reembolso, al precio de 15 € (I.V.A. y gastos de envío incluidos). FORMULARIO DE PEDIDO.

Todos los socios tienen, por supuesto, su ejemplar reservado.


Portada del libro

sábado, 18 de abril de 2015

SABIO EGOÍSMO GALLEGO

Es de reconocimiento general en todo el Orbe la hospitalidad de los gallegos. Hospitalidad que, entre otras muy ciertas virtudes, se manifiesta en la generosidad con que exhiben ante los extraños las abundancias de sus despensas. Exigencia de buena educación, tanto para el anfitrión procurar que su invitado quede satisfecho y no repare en comer hasta hartarse, como en el esforzado comensal obligado a no resistirse, so pena de ser tildado de descortés o de debilidad enfermiza. Compartido con otros lugares del norte peninsular, es muy común en Galicia que todo se celebre pantagruélicamente; que la pieza principal de la casa sea la lareira, es decir la cocina; y que se disculpe fácilmente el retraso en el retorno a la labor por la exigencia de cumplir con la comida “como Dios manda”, y por supuesto rodeado de amigos. 

Hoy vamos a poder comprobar la principal característica de la gastronomía gallega: sencillez. Materia prima tan excelente no cabe duda que exige el mayor de los respetos, y la fábrica culinaria gallega lo cumple con exquisito rigor, no sometiéndola normalmente más que a una mera cocción. Esto es muy notorio en el tratamiento que se da a los pescados. Probablemente los medallones de merluza más delicados de mi vida los comí en Melide. Impresiona como en la “terra das meigas” saben unir el trato exquisito a la abundancia, en rebelión contra los que siempre nos han querido vender que lo más de lo más debe ser menos. Aquella merluza aderezada con aceite, ajo y pimentón, con su soberbia fuente de patatas al margen, habría alimentado a toda una legión de peregrinos camino de Santiago. En un tiempo en que surcar la herciniana orografía gallega para llegar al mar era más penoso que el camino aparentemente largo de la interminable Meseta, agradecí la esplendidez de aquellos fogones ya míticos, y su amoroso cuidado con los sabores del mar. La cocina gallega hace con los alimentos lo que debe hacerse, tratarlos como amigos, sin remilgos pero delicadamente, con sosiego pero sin excesos. Hay mal llamadas amistades que, del mismo modo irrespetuoso de algunas cocinas, abusan y abusan del acompañamiento hasta producir el hartazgo. 

Pero si con algo podemos definir la galleguidad segura, eso sí por adopción, es con la patata y el pimentón. No se conoce en el mundo adjetivación que haya otorgado más substancialidad que ésta. Amistad convenida, elegida y finalmente asumida a sí misma es lo que ha hecho la cocina gallega con estos dos productos. Los ha hecho suyos. Son inherentes a la esencia misma de lo gallego, hasta tal punto que se ha logrado el ideal aristotélico expuesto, según algunos, al desafortunado Nicómaco. La patata y el pimentón son para Galicia y Galicia es para ellos. Se da la reciprocidad exigida en la amistad más excelsa, que según el Filósofo es la que perdura.

Galicia es la patria del marisco. Sin embargo hoy, quizá por alguna timorata opinión de las altas esferas, no vamos a regalarnos con la preceptiva mariscada. Pero sí podemos, tomando las croquetas como excusa, hacer mención. El término es un adjetivo arcaico formado por el sustantivo mar y el sufijo “-isco”, es decir marisco es sinónimo de marino, perteneciente al mar. Marisco es también famoso apellido medieval que se cita en la primera aparición escrita conocida de la palabra asesinar. En el año 1259, Mateo de París recogió en su “Chronica Majora” el siguiente texto: “Qui tandem confessus est, se missum illuc, ut Regem more assessinorum occideret, a Willielmo de Marisco”. En román paladino: “Él finalmente confesó que había sido mandado de vuelta por William de Marisco para asesinar y matar al Rey”. El citado Guillermo resulta que fue el más famoso miembro de su familia, empeñada en recuperar o conservar la isla de Lundy, en el canal de Bristol (Inglaterra). La debilidad de los Plantagenet, herederos de Juan sin Tierra, y especialmente Enrique III, contemporáneo de Guillermo, nada tiene que ver con nuestro discurso, pero sí la coincidencia de que miembros de la familia Marisco fuesen tenidos por corsarios que, junto a otros, amenazaban el tráfico comercial del puerto de Bristol, en su obligado paso por las cercanías de la isla de Lundy. Marisco y piratas. Es un tópico de la literatura romántica relacionar un cierto concepto de amistad con la piratería. En Galicia, no casualmente, encontramos una larga historia de piratas. No solo una historia de ataques padecidos (normandos, árabes, ingleses,…), sino también de actores protagonistas. Gallego fue el llamado último pirata del Atlántico, Benito de Soto Aboal, el más sanguinario y breve de los que se conocen en la historia de la piratería. Condenado a muerte en Gibraltar en 1830, por responsabilidad en 75 asesinatos y el saqueo o hundimiento de diez embarcaciones. Pero la verdadera piratería gallega está relacionada con el marisco, aunque solo sea por analogía o compatibilidad laboral. Siempre ha habido gentes que han complementado sus ingresos con el marisqueo y con la recogida de los restos de naufragios. Como mariscadores de playa, actividad desde antiguo relacionada con las capas más humildes de la sociedad rural gallega, los recolectores de restos de naufragios servían, en realidad, a una piratería organizada que provocaba, con luces desde la costa, aquellos naufragios. Hay que rechazar el tópico romántico de la camaradería corsaria, alimentada por los personajes creados por Defoe, Stevenson, Salgari o Sabatini. Los Blood, Sandokan, Roccabruna, Flint o Singleton son, en todo caso ejemplo de falsa amistad. Porque la amistad auténtica es honesta, busca al otro por lo que el otro es no porque sea bueno para nosotros o simplemente nos convenga. 

En el disfrute de la sencilla cocina gallega, en la mesa compartida en opíparas celebraciones, en el olor y sabor a mar de una tierra que no da descanso a la vista, ni a las piernas, hasta que no se encuentra con el océano, descubrimos la característica definitiva de la amistad que defendemos. Habrá un sano egoísmo cuando descubramos la excelencia de esta cena gallega. A pesar de no dedicarnos al marisco, lo que habría sido de ley, o perdernos la internacional empanada (probablemente la más grande aportación a la cultura gastronómica mundial de los fogones gallegos), las raciones de pulpo “a feira”, que ya el nombre lo dice todo, o las delicadas zamburiñas, nos darán más que placer, amor a nosotros mismos.

El fundamento de la amistad es el amor verdadero a nosotros mismos. Los hombres buenos son amigos de sí mismos, mientras que los malvados están en guerra constante dentro de sí. No se puede brindar ni perseguir amistad si no se está en paz con uno mismo. Esta cena permitirá, gracias al pulpo, las zamburiñas o las croquetas, alcanzar esa paz. Un buen principio es la buena voluntad, también la kantiana, pero no es suficiente. Necesitaremos de los condimentos imprescindibles del afecto y la intimidad que estas cenas nuestras hacen posibles. Es verdad que el falso amor de sí se llama egoísmo, pero hay un egoísmo sabio, aquel que persigue la virtuosa actividad propia del alma compartida con los otros. Sabio egoísmo gallego que desde la paz permite la entrega, desde el amor a nosotros la amistad verdadera.

©Óscar Fernández

domingo, 22 de febrero de 2015

UN ENCUENTRO CON LAS MUSAS

Andaba estudiando las excelencias que ofrece la carta de esta casa, absorto en someter cada plato al asedio orteguiano, analizando la cuestión planteada con un espíritu atento, tratando de obtener sus elementos más simples y así poder intuir de cada cual su atributo. Había ya librado los manjares de todo adorno, incluso del de la misma existencia, hecha en mi espíritu la epojé exigida en este empeño nuestro de ciencia estricta cuando se produjo el increíble acontecimiento. Estando en éstas fue, en un arrebato de aparente locura, en un éxtasis de tintes casi místicos, que se me mostraron las viandas, salsas y demás representaciones del arte de los fogones como en una epifanía pagana, un torrente de inspiración clásica, ejemplos patentes de la dádiva generosa de las Musas. Tan sorprendido por la vorágine de gracia estaba, tan desconcertado por las presencias divinas, que no acertaba a comprender, como no una sino las nueve hijas de Zeus, vinieron a inspirarme. Me vi transportado, como en un sueño, a un gran salón ocupado por mesas repletas de los objetos de mis disquisiciones. A su alrededor disfrutaban los más famosos sabios de Occidente, extasiados ellos como yo del servicio y cuidados que recibían de aquellas mujeres extraordinarias.

Me acerqué a la mesa del fondo de la sala. En un extremo conversaban Monsieur René y Mr. Hume. Mientras que uno disfrutaba del atún, el otro daba cuenta de un lechazo. La de bella voz, Calíope, declamaba las bondades del atún, con frases tan acertadas que me parecieron sin necesidad de corrección alguna, acabadas y perfectas. Al reparar en mi presencia me susurro, como si por Adonis me tomara, que considerará galantear con el escepticismo unos meses, con el dogmatismo los siguientes y el resto lo dedicara a lo que más me placiera. Es verdad que siempre he tenido al atún por un pez incierto, ora crudo, ora poco hecho, unas veces enlatado, otras guisado… Clío se entretenía sirviendo el lechazo con una habilidad "more geométrico" para quien mejor sabría disfrutarlo. Aunaba esta escena, a mi parecer, tradición castellana, plena de recuerdos de la gloriosa historia de Castilla, y la elocuencia del asado sencillo, lento,  sin otra ayuda que el agua, sin adornos ni florituras, con sobriedad cartesiana.

Casi justo enfrente se dejaban los eléatas embaucar por los cantos de la amorosa Erató. Acompañada por las melodiosas notas de su laúd, acerté a escuchar sus increíbles versos, de rima primorosa y ritmo cadencioso, sensual. La muy placentera, de agradable genio y buen ánimo, Euterpe, flauta en mano inspiraba la melodía del Universo al mismísimo Pitágoras, acompasándola al concupiscente son que disfrutaban Parménides y sus amigos. Aquí no había disputas. Con la misma armonía que las divinas hijas de Mnemósine mostraban en su arte, los adoradores del "Ser en sí" y lo "Uno" convenían que tanto era el rape como el rodaballo, quintaesencia de los sabores marinos, suavidad de las carnes blancas prietas, bien tratadas por la mano experta de los cocineros. 

Quise recorrer entonces las mesas que se encontraban flanqueando las dos precedentes, todas ellas dispuestas alrededor de una hermosa fuente de la que manaba el mejor de los vinos que probé jamás. A mi izquierda se encontraban el Filósofo y su Maestro. Más que discutir éstos en realidad se hacían preguntas uno al otro, y matizaban sus respuestas el otro al uno. De soslayo, como no queriendo prestar atención observaban como Melpómene, enmascarada, me enseñaba la lección de los huevos camperos rotos con jamón ibérico. “Parecen tenerlo todo, que nada les falta y, sin embargo, no es suficiente para ser feliz: la tragedia de los huevos rotos”. “¿Hay prudencia posible degustando huevos rotos con jamón?”, inquirió el uno. “Parecen plato excesivo, difícil encontrar el término medio”, contestó el otro. “Quizá alguno de los presentes pueda explicar cómo a partir del fenómeno, puedan los huevos rotos ser objeto dianoético”, me atreví a proponer en voz alta. "Sin duda es muy sabio optar por ese plato", escuché a mi espalda, "o por cualquier otro de los que se sirven en este ágape". Al girar sobre mi mismo sorprendiome el hombre más puntual de la historia, acompañado de Polimnia, la de muchos himnos, inventora de la agricultura, que recitaba cantos sagrados sobre las auténticas bondades del salpicón de marisco. "En el reino de los fines, bajo la condición de la libertad y el postulado de la inmortalidad, todo fenómeno puede ser objeto de imperativo categórico, amigo mío. ¡Coma, coma usted, no se prive, es un mandato incondicional! Sin criticar que éstos que aún duermen el sueño dogmático prefieran despertar con unos huevos rotos, pues no parece mala cosa, ha de convenir conmigo que este salpicón de marisco aderezado por los cantos de la Musa permiten obtener ideas muy justas y cabales." Pensé que no le faltaba razón al prusiano y que las delicias del mar con el valiente acompañamiento de las hortalizas y una templada vinagreta, eran síntesis muy prudente, y por ende, muy justa.

La escena más bucólica se desarrollaba en el jardín alrededor de otra fuente de la que manaba deliciosa ambrosía. Rodeada de aduladores que jugaban semidesnudos, Talía reía mostrando sin pudor sus encantos. Sin poder salir de mi asombro, allí estaban Cicerón, Diógenes y Aristipo, embelesados con las evoluciones de efebos, ninfas y jóvenes amantes. Salvo el último, al que podría comprender en su actitud, no acierto a explicarme la de los primeros. Eso sí, disfrutaban de un arroz con leche, que siendo excelente, no parece el más voluptuoso de los postres posibles, pero sí quizá cínicamente aceptable para un estoico, o estoicamente para un cínico.

Regresé al salón. Terpsícore, cerca de la última mesa, no muy lejos de donde vi a Euterpe, deleitaba con su danza a los que preferían el rabo de toro. Me uní a ellos. La celestial Urania, vestida de azul y coronada de estrellas, lo servía mientras hablaba del movimiento perfecto de los astros. Su público era el más numeroso y variopinto. Nicolás, e Isaac escuchaban. Un tal Popper refutaba y demarcaba todo lo que decía un grupo de matemáticos y físicos que pasaban de los quarks a los neutrinos, sin dejar de hablar de un gato que se había perdido. No entendí nada y fijé la atención en el otro extremo. Allí, sin dejar de dar bocado al guiso, discutían un grupo de alemanes muy acalorados. Hablaban de política, no hay duda. La danza desde antiguo ha servido para enseñar al hombre su lugar en el mundo, quién es y a qué grupo pertenece. El hombre es un ser social, un ser danzante. Quizá por eso el más heterogéneo de los grupos solo podía mantenerse unido gracias a Terpsícore y al rabo de toro. Yo soy de los que opinan que todo guiso de carne siempre debe pasar por la reacción de Maillard, esa danza del azúcar y las proteínas, que preserva los jugos en un vestido bronceado lleno de aromas celestiales. Confuso entre órbitas planetarias, partículas subatómicas y discusiones sobre el buen gobierno, me vi de nuevo solo ante el papel en blanco, y caí en la cuenta de que es cierto el proverbio picassiano: la inspiración llega solo cuando te encuentras trabajando.

©Óscar Fernández