sábado, 18 de abril de 2015

SABIO EGOÍSMO GALLEGO

Es de reconocimiento general en todo el Orbe la hospitalidad de los gallegos. Hospitalidad que, entre otras muy ciertas virtudes, se manifiesta en la generosidad con que exhiben ante los extraños las abundancias de sus despensas. Exigencia de buena educación, tanto para el anfitrión procurar que su invitado quede satisfecho y no repare en comer hasta hartarse, como en el esforzado comensal obligado a no resistirse, so pena de ser tildado de descortés o de debilidad enfermiza. Compartido con otros lugares del norte peninsular, es muy común en Galicia que todo se celebre pantagruélicamente; que la pieza principal de la casa sea la lareira, es decir la cocina; y que se disculpe fácilmente el retraso en el retorno a la labor por la exigencia de cumplir con la comida “como Dios manda”, y por supuesto rodeado de amigos. 

Hoy vamos a poder comprobar la principal característica de la gastronomía gallega: sencillez. Materia prima tan excelente no cabe duda que exige el mayor de los respetos, y la fábrica culinaria gallega lo cumple con exquisito rigor, no sometiéndola normalmente más que a una mera cocción. Esto es muy notorio en el tratamiento que se da a los pescados. Probablemente los medallones de merluza más delicados de mi vida los comí en Melide. Impresiona como en la “terra das meigas” saben unir el trato exquisito a la abundancia, en rebelión contra los que siempre nos han querido vender que lo más de lo más debe ser menos. Aquella merluza aderezada con aceite, ajo y pimentón, con su soberbia fuente de patatas al margen, habría alimentado a toda una legión de peregrinos camino de Santiago. En un tiempo en que surcar la herciniana orografía gallega para llegar al mar era más penoso que el camino aparentemente largo de la interminable Meseta, agradecí la esplendidez de aquellos fogones ya míticos, y su amoroso cuidado con los sabores del mar. La cocina gallega hace con los alimentos lo que debe hacerse, tratarlos como amigos, sin remilgos pero delicadamente, con sosiego pero sin excesos. Hay mal llamadas amistades que, del mismo modo irrespetuoso de algunas cocinas, abusan y abusan del acompañamiento hasta producir el hartazgo. 

Pero si con algo podemos definir la galleguidad segura, eso sí por adopción, es con la patata y el pimentón. No se conoce en el mundo adjetivación que haya otorgado más substancialidad que ésta. Amistad convenida, elegida y finalmente asumida a sí misma es lo que ha hecho la cocina gallega con estos dos productos. Los ha hecho suyos. Son inherentes a la esencia misma de lo gallego, hasta tal punto que se ha logrado el ideal aristotélico expuesto, según algunos, al desafortunado Nicómaco. La patata y el pimentón son para Galicia y Galicia es para ellos. Se da la reciprocidad exigida en la amistad más excelsa, que según el Filósofo es la que perdura.

Galicia es la patria del marisco. Sin embargo hoy, quizá por alguna timorata opinión de las altas esferas, no vamos a regalarnos con la preceptiva mariscada. Pero sí podemos, tomando las croquetas como excusa, hacer mención. El término es un adjetivo arcaico formado por el sustantivo mar y el sufijo “-isco”, es decir marisco es sinónimo de marino, perteneciente al mar. Marisco es también famoso apellido medieval que se cita en la primera aparición escrita conocida de la palabra asesinar. En el año 1259, Mateo de París recogió en su “Chronica Majora” el siguiente texto: “Qui tandem confessus est, se missum illuc, ut Regem more assessinorum occideret, a Willielmo de Marisco”. En román paladino: “Él finalmente confesó que había sido mandado de vuelta por William de Marisco para asesinar y matar al Rey”. El citado Guillermo resulta que fue el más famoso miembro de su familia, empeñada en recuperar o conservar la isla de Lundy, en el canal de Bristol (Inglaterra). La debilidad de los Plantagenet, herederos de Juan sin Tierra, y especialmente Enrique III, contemporáneo de Guillermo, nada tiene que ver con nuestro discurso, pero sí la coincidencia de que miembros de la familia Marisco fuesen tenidos por corsarios que, junto a otros, amenazaban el tráfico comercial del puerto de Bristol, en su obligado paso por las cercanías de la isla de Lundy. Marisco y piratas. Es un tópico de la literatura romántica relacionar un cierto concepto de amistad con la piratería. En Galicia, no casualmente, encontramos una larga historia de piratas. No solo una historia de ataques padecidos (normandos, árabes, ingleses,…), sino también de actores protagonistas. Gallego fue el llamado último pirata del Atlántico, Benito de Soto Aboal, el más sanguinario y breve de los que se conocen en la historia de la piratería. Condenado a muerte en Gibraltar en 1830, por responsabilidad en 75 asesinatos y el saqueo o hundimiento de diez embarcaciones. Pero la verdadera piratería gallega está relacionada con el marisco, aunque solo sea por analogía o compatibilidad laboral. Siempre ha habido gentes que han complementado sus ingresos con el marisqueo y con la recogida de los restos de naufragios. Como mariscadores de playa, actividad desde antiguo relacionada con las capas más humildes de la sociedad rural gallega, los recolectores de restos de naufragios servían, en realidad, a una piratería organizada que provocaba, con luces desde la costa, aquellos naufragios. Hay que rechazar el tópico romántico de la camaradería corsaria, alimentada por los personajes creados por Defoe, Stevenson, Salgari o Sabatini. Los Blood, Sandokan, Roccabruna, Flint o Singleton son, en todo caso ejemplo de falsa amistad. Porque la amistad auténtica es honesta, busca al otro por lo que el otro es no porque sea bueno para nosotros o simplemente nos convenga. 

En el disfrute de la sencilla cocina gallega, en la mesa compartida en opíparas celebraciones, en el olor y sabor a mar de una tierra que no da descanso a la vista, ni a las piernas, hasta que no se encuentra con el océano, descubrimos la característica definitiva de la amistad que defendemos. Habrá un sano egoísmo cuando descubramos la excelencia de esta cena gallega. A pesar de no dedicarnos al marisco, lo que habría sido de ley, o perdernos la internacional empanada (probablemente la más grande aportación a la cultura gastronómica mundial de los fogones gallegos), las raciones de pulpo “a feira”, que ya el nombre lo dice todo, o las delicadas zamburiñas, nos darán más que placer, amor a nosotros mismos.

El fundamento de la amistad es el amor verdadero a nosotros mismos. Los hombres buenos son amigos de sí mismos, mientras que los malvados están en guerra constante dentro de sí. No se puede brindar ni perseguir amistad si no se está en paz con uno mismo. Esta cena permitirá, gracias al pulpo, las zamburiñas o las croquetas, alcanzar esa paz. Un buen principio es la buena voluntad, también la kantiana, pero no es suficiente. Necesitaremos de los condimentos imprescindibles del afecto y la intimidad que estas cenas nuestras hacen posibles. Es verdad que el falso amor de sí se llama egoísmo, pero hay un egoísmo sabio, aquel que persigue la virtuosa actividad propia del alma compartida con los otros. Sabio egoísmo gallego que desde la paz permite la entrega, desde el amor a nosotros la amistad verdadera.

©Óscar Fernández