domingo, 23 de noviembre de 2014

UN CAMINO HACIA LA SABIDURÍA

Si pudiéramos conocernos en nuestros actos como creemos poder conocer al artista en su obra no necesitaríamos de más filosofía que nuestra propia experiencia. Sin embargo es difícil encontrar a alguien que sinceramente pueda atribuirse el imperativo délfico del “conócete a ti mismo”. Lo normal es reconocer que nuestro mundano viaje es un inacabable camino de incompleto auto-conocimiento. El asunto no es fácil. Quizá porque el problema radica en la dificultad de que el sujeto sea a la vez objeto y que, aunque en su acción se objetive, no pueda en otro acto sucesivo contemplarse. Todo se solucionaría, entonces si así fuese, contratando un crítico. Un escudriñador del obrar ajeno, un Philip Marlow de los otros que nos trasladara finalmente el informe que diera con nosotros mismos. Ese crítico que descubriría nuestra intimidad como agentes, a partir de la resultante de nuestra acción, alcanzaría sin duda gran predicamento y fama. A veces creo que ingenuamente el hombre contemporáneo se ha dejado llevar por embaucadores de este tipo, que han vendido como ciencia o arte, un juego de artificio. Así los psicólogos, por ejemplo, con alguna de sus prácticas sobre los indicios, los rastros del obrar, e inferir, generalmente, carencias o traumas de lejano origen con las que explicar nuestras dolencias. Tan poco creíbles como los historiadores del arte, que analizan la obra, sus características, y tras sesuda investigación, aseguran no solo conocer al autor, sino además su más íntima personalidad. Nosotros creemos que la expresión “por sus frutos los conoceréis”, está solo reservada a la identificación de verdaderos profetas para distinguirlos de los farsantes con piel de cordero que ocultan alma de lobo, pero nada más. Se queda San Mateo 7, 16 o 20, en un sabio consejo evangélico. Sabio sí, pero no generalizable.

Hablamos de un “desiderátum”, en cualquier caso, humanamente irrenunciable. Queremos saber quién somos y no podemos esquivar la cuestión. En la misma pregunta, implícita una aparente contradicción, se incluye querer ser mientras nos hacemos (la pregunta, y a nosotros mismos). Lo contrario, no hacerse la pregunta, sería negarnos en lo que somos (lo mismo que nos preguntamos), una indefinición que ha de hacerse, y en el hacerse, resolverse. Le pasa al ser humano lo que al buen hallazgo gastronómico, el que se cocina sin receta. Sin “a priori”. Y en esta falta se funda el disfrute, tanto en el proceso de creación como en el resultado del acto creador. La analogía nos abre de nuevo, contra el escepticismo que siguen exhibiendo algunos, la puerta de nuestro quehacer filosófico. Puerta que ofrece un camino de investigación a la cuestión inicial. Esperamos que nuestro muy docto ponente nos ilustre sobre el cómo se muestra el ser humano en su obra (esencia misma del fenómeno artístico). Seguro de forma mucho más torpe, esperamos que este aperitivo permita reconocer que nos mostramos como somos tanto en el guisar quien guisa, como en el yantar quien lo disfruta. Véase.

Si tomamos por ejemplo la novedad del menú de esta noche, el besugo al horno, no nos será difícil reconocerlo. El besugo al horno es, en opinión de no pocos estudiosos, besugo a la madrileña. Su elaboración, modelo de sencillez, es característica, según estas mismas fuentes, del apellido “a la madrileña”. Dicen que se especializaron las casas de comidas de Madrid en simplificar las preparaciones que llegaban de todos los confines peninsulares. Otros piensan que es consecuencia de la adopción casi exclusiva que las mesas madrileñas hicieron del plato en celebración navideña, no pudiéndose encontrar tal preparación en las tradiciones culinarias de ningún otro lugar. Joaquín de Entrambasaguas lo remonta incluso al siglo XIV, apoyado en la cita que hace el Arcipestre de Hita de las bondades de los besugos del puerto de Bermeo. Julio Camba, para más señas, dice: “El besugo es el más madrileño de todos los pescados de mar; yo sospecho que no se encuentra a gusto mientras no llega a Madrid y lo ponen al horno”. Exento de todo barroquismo, se adereza con un majado de perejil, haciendo unos profundos cortes en el lomo que se tapan con unas rodajas de limón. Aposentado sobre abundante cama de patatas y cebolla previamente pochadas, se espolvorea con pan rallado. Diez o quince minutos, según la pieza, bastarán en el horno que, por efecto del calor, traspasará los aromas del sofrito de ajos y el chorro de vino blanco con el que se regará al más señero de los espáridos habitantes del litoral atlántico europeo y el occidente mediterráneo. Se mostrará así artista el maestro de los fogones, discípulo aventajado de los primeros pintores rupestres. Al igual que ellos, con unas pocas herramientas básicas, sin concesiones decorativas, vuelve a dar vida al pez que perdió su ánimo al ser pescado, otorgándole su propia alma, su intimidad de ser humano, de “homo faber”, en el trabajo de cocinarlo. 

El besugo a la madrileña propone sobriedad en la mesa para las señaladas fechas invernales. Los siglos de experiencia han hecho aprender que es la mejor época para degustarlo, cuando este pez de las profundidades llega a aumentar su contenido graso hasta en el 9% de su peso. Atemperará el carácter su presentación, pues no podemos caer en precipitación al llevarlo al plato. Se exige control, templanza para no vernos esclavizados impacientes por los aromas que desprende, empujados por los lascivos deseosos de adueñarnos de los sabores que esconde. Se extrae despacio de la besuguera, como si de una joya se tratase, procurando que se mantenga entero, intacto su tipo en el traslado. Este cuidado y la pericia en obtener su carne, limpiándolo de espinas, es oficio propio de almas prudentes. Hay tantas personalidades como formas de comer el pescado. Encontraremos asesinos que pasaban desapercibidos hasta que descubren su violencia en el abigarramiento del destrozo nervioso, inexperto, que maneja los cubiertos torpemente para lograr unos pocos bocados y dejar la mitad del pescado en el plato. O, en el extremo opuesto, aquéllos cuya pulcritud pausada obtiene su premio con una delicadeza casi cirujana y disfrutan del arte de limpiar el pescado, de comerlo sin prisas, entre sorbo y sorbo de un buen vino blanco. Y ¿qué me dicen de esos otros que se pierden lo mejor, abandonando la piel como un desperdicio más, en un exceso de ridícula asepsia? Se nos antojan timoratos, faltos de carácter. En el trabajo que exige el besugo y en el aprovechamiento gustativo de todas sus posibilidades es donde se muestran los fuertes. 

Nos preguntábamos, antes de este análisis, si una forma de guisar, o una forma de comer, es una muestra más de la personalidad. Y si la personalidad misma del artista que come o guisa es la exteriorización del alma que le anima. El aperitivo, una vez más, quiso convencer de que el camino de la prudencia, de la sabiduría, también llega a través de los sentidos, y resolvemos definitivamente gracias a él, que sí. Será nuestra intimidad, mostrada en su actividad objetiva, lo que descubriremos en esta cena ante los compañeros. Que el conocernos puede ser labor de toda una vida, pero también, que un estupendo besugo a la madrileña, puede abrirnos un camino a la sabiduría, un camino de conocimiento de la propia identidad. 

©Óscar Fernández

sábado, 4 de octubre de 2014

LA VERDAD SOLO TIENE UN CAMINO Y EN EL CAMINO NOS ENCONTRAREMOS

Aquí estamos hoy para plantear con detalle que la verdad objetiva, en realidad, no es nada. La verdad real es subjetividad, se hace en el sujeto que se compromete con ella. La verdad será una, pero será a la vez de muchos; tendrá un solo camino, que dicen algunos, pero ese camino habrá que andarlo, no pueden andarlo por nosotros. El camino, incluso el que se recorre varias veces, siempre es incertidumbre, pero incertidumbre confiada. De lo contrario, nadie lo recorrería. No hay verdad sin sujeto comprometido con la incertidumbre del camino que recorre confiado en alcanzarla. Dirán ustedes que hemos roto con la esencia del aperitivo, procediendo al contrario de lo que llevamos ya más de tres años predicando. Que hemos llegado al concepto sin haber pasado por la experiencia de los sentidos, sin gustar de la experiencia gastronómica. Rectifiquemos con una socorrida analepsis. 

No ha mucho que estábamos haciendo la cuenta de quiénes seríamos los que ahora somos y qué gustaríamos del menú que ahora gustaremos, cuando reparamos recién cantados los laudes, y no sin cierta sorpresa, que una mayoría, por muy escasa diferencia, se decantaba por el bacalao al ajoarriero. Hoy sabemos que la encuesta finalizó en empate con el “entrecotte”, pero la sorpresa no ha desaparecido. Siete de los presentes se arriesgan con el ajoarriero, frente a los timoratos que preferimos el “entrecotte”. Arrojada mayoría, pensamos definitivamente, si incluimos al valiente que opta por el atún. Quisimos buscar explicación al resultado y la encontramos donde estaba, inmanente en la propia elección, en el ajoarriero.

El ajoarriero es una salsa, o acompañamiento, que básicamente consiste en el enriquecimiento de la clásica mixtura española de ajo y aceite. El ajoarriero es ajada gallega o refrito maragato, en castellana denominación. Diríamos que es un ajoaceite de carácter indiano. Un alioli regresado desde aquellas tierras de conquista o de promisión, allende la mar océana, engalanado con exóticas riquezas (y la más común, el pimentón). Aunque el ajoarriero puede usarse casi con todo lo que se deje cocinar (¡hay incluso un repollo ajoarriero!), es con el bacalao con quien desde muy antiguo hizo mejores migas. Es la incertidumbre en la elección lo que veníamos a explicar, ¿qué bacalao al ajoarriero encontraremos? Podemos clasificar la variedad de este plato, en la Ibérica Península, en dos grandes grupos: el que calificábamos mesetario y el que se nos antojaba periférico. El mesetario resulta de la elaboración con patata y huevo, de color amarillento característico, pajizo podríamos decir, para arrieros de secano. El periférico es huertano, adornado con variedad de pimiento y tomate, festivo, a veces incluso, picante. Dos ejemplos típicos encontrábamos, el ajoarriero manchego, más conocido como “atascaburras”, y el ajoarriero navarro. A la incertidumbre del ajoarriero, mesetario o periférico, de secano o de regadío, contundente atascaburras u orgulloso guiso navarro, se une el bacalao que aporta confianza. Es el bacalao recurso que garantiza sustento en tierras ya muy exhaustas. Tierras que llevan siglos siendo exprimidas, ellas y sus gentes. Imaginaba rostros de piel curtida por los rigores del estío y la canícula, desmigando el abadejo o curadillo, pacientes, serenos de tanto haber caminado trayendo de aquí para allá media vida. ¡Bacalao!, alimento de transeúntes, de viajantes preindustriales, que andan siempre echando en falta recua para la mercancía y les sobra para sí mismos. Sabios de conocer lugares y gentes, que dudan en el vadeo pero miran con fe el camino. 

Y en estas imágenes se me presentó, ya pasada la hora de tercia, el recuerdo del danés angustiado, crítico de actitudes institucionalizadas, amigo del individuo que se arriesga, incapaz de aceptar la certeza racional “more geometrico” de mi “entrecotte”. ¿Qué puede ocultar un “entrecotte”? ¿Cómo puede sorprendernos una pieza del lomo simplemente hecha a la plancha o la parrilla? Bastará algo de oficio en los fogones para librarnos del único posible temor: que resulte una suela. El “entrecotte”, en nuestro análisis, por encontrar valor positivo, es sinceridad. No hay doblez o engaño. Es lo que es, es cosa, ser en sí. Cual conciencia trascendida ordenábame el fantasmal “de Silentio”, me arrepintiese de escoger la banalidad. Banalidad del cálculo exacto sin margen para la sorpresa. Porque optar por un “entrecotte” es a la vivencia gastronómica como pretender mediante algoritmos resolver la aventura de la vida. El “entrecotte” es para los cobardes me dije. El bacalao para los comprometidos con la verdad. El “entrecotte” es para los que no dudan, instalados en una fe que no es tal. La fe sin dudas ni es fe ni es “na”, me susurraba al oído castizamente el danés. Quien escoge bacalao ha dado el salto, yo, triste de mí, seguía instalado en la absurda racionalidad del “entrecotte”. Pero era tarde, la elección estaba hecha.

Quisimos entonces, poco antes de la hora de nona, buscar la experiencia gastronómica necesaria con los primeros, donde no hay elección, para la comprensión de la fe auténtica. Nos pareció que la simplicidad de los calamares y la pretensión obviamente engañosa del “pudding” de cabracho no podían satisfacer nuestra búsqueda. Ninguna duda presentan. Los calamares son tan en sí como un filete, y solo formando parte de un guiso habría alguna esperanza con ellos. Del cabracho ni hablamos. No veíamos como encontrar el compromiso con la verdad en lo que, en su misma concepción, oculta un engaño: huevos, hortalizas varias, nata, un etcétera inacabable, y todo para lograr un pastel con el mínimo de pescado imprescindible. Pura falacia.

Los pimientos rellenos de bacalao nos parecían socorridos, resultones. Solo si respondieran al excepcional pimiento del piquillo relleno, que sirven en la calle del Laurel por San Mateo, arriesgaríamos a recomendarlos como experiencia de autenticidad cierta. ¡Eso sí que es un compromiso con la verdad, a la orilla del Ebro, y con un Rioja! Quizá nos ofuscaban las vísperas sin haber aún probado bocado cierto, y estando todo solo cocinado por la “loca de la casa”. Pero de los primeros, sin duda, eran las setas a la plancha con gambas y jamón, las que podían redimir a los timoratos. Con la inusitada cocción en vino, lo que en apariencia parece seguro, se torna dudoso y hace posible la sorpresa. Reconocerá la audiencia que hay que tener fe para aceptar la novedad, abandonar lo que dicta la razón y probar a ciegas. Con estas cábalas vino a caer la noche, y no dio para más mi investigación, rendido por el esfuerzo.

Así llegamos de nuevo al principio, al ahora, tras una semana de angustia o ansiedad, que igual da, y reclamo (para todos, gentes del bacalao y del “entrecotte”, minorías del atún o el rodaballo) explicación de cómo es posible aquello de que la verdad es subjetividad, y que tener fe es a la vez tener dudas. Que la verdad objetiva no nos sirve y que si solo tiene un camino, digo yo, arrieros somos y en él nos encontraremos.

©Óscar Fernández

sábado, 14 de junio de 2014

DE LA VERDAD DE LOS FOGONES A LA VERDAD DE LOS PALADARES

Hace tiempo ya rogamos que no se abrume con encargos a este titiritero de las palabras, cocinero de ocurrencias, que trata, con sus torpes medios, maltrechas herramientas, de empujar al debate gastronómico y filosófico en cada aperitivo. No contentos con su callada exigencia, desea ahora la docta audiencia que declame el aperitivo sin muleta, a pecho descubierto, cual recortador, que cada tarde se enfrenta con el que pudiera ser su último toro. Reclamamos el derecho a la rebeldía del que se expone en el escenario, frente al despotismo contemplativo de los que ocupan la platea. No creemos que debamos ganar ese derecho precisamente con el cumplimiento de los deseos del respetable. Leeremos hoy, y lo haremos o no cuando nos plazca, que será cuando sea conveniente. 


Conveniente es hoy sobre todo, dar la bienvenida a mentes y paladares nuevos, y presentarnos. Aquí pueden encontrar el más variopinto espectro de actitudes filosóficas y sensibilidades gastronómicas. Desde el más recalcitrante metafísico dogmático que se niega a que las legumbres sean maltratadas en la olla exprés moderna, hasta cínicos a los que igual da mero que rodaballo. Teólogos intelectualistas que buscan expresión racional para su fe en el solomillo, como vitalistas de actitud sospechosa que juegan a intercambiar los platos sin orden ni concierto. Fenomenólogos instalados en el método a la espera del acontecimiento en un plato de paella, o escépticos de pose, o actitud, que en realidad se comprometieron con la verdad de un asado castellano sin otras florituras. Amantes de los clásicos (platónicos o aristotélicos), fervientes creyentes modernos (racionalistas o empiristas), ilustrados idealistas, románticos, adoradores de la ciencia contemporánea…, todos, en cualquier caso, rendidos ante un guiso bien presentado regado con un buen vino.

Pero dicho esto, ¡basta de mirarnos el ombligo y vayamos al tajo!

Empezaremos "el tajo" por un análisis terminológico, deuda que se tiene en todo trabajo racional que se ocupe de hallar la verdad, si la hubiere, ya sea en los sesudos tratados filosóficos, como en el ordinario quehacer mundano. Buscaremos términos que puedan acercarnos al tema en el menú. De su desentrañamiento surgirá la tesis enunciada en el título, aparentemente como en un abracadabra, en realidad, fruto de una construcción trascendental. A nuestro parecer, merecen consideración aclaratoria panco, rebuchon y pilpil.

Sobre el panco, la fórmula de presentación del plato dice "brocheta de pollo teriyaki en panco al coco con salsa agridulce". Debe señalarse que con panco podemos referimos tanto a la harina condimentada que sirve para elaborar un pan característico, como al propio pan, o al rebozado que acompañe, en nuestro caso, al pollo. Es de procedencia oriental y aquí se innova con el aroma del coco, pero se mantiene la tradición con el afamado teriyaki (es decir "teri", brillo de la salsa con la que se asa, "yaki"). El panco y el teriyaki hacen al pollo fiel a su origen oriental, verdadero en el sentido judío, el primer sentido de verdad en la historia del pensamiento. Emunha, seguridad o confianza. Lo que es fiel a sí mismo es digno de confianza, porque da seguridad. Me fío de este pollo teriyaki verdadero, servido en panco.

Otra metonimia encontramos en el rebuchon. Se dice "bacalao confitado en aceite de oliva con rebuchon de patata negra, confitura de tomate y pilpil gratinado"; llamando rebuchon al famoso puré del chef francés Joël Robuchon, el que más estrellas Michelin acumula (más de 25) entre todos sus restaurantes dispersos por el ancho mundo. Muy común es el error, digamos tipográfico, que cambia la "o" por la "e" en el nombre (que es el del apellido) del suculento, untuoso y suave puré de patata. Parece mentira que algo tan básico como un puré de papas pueda elevarse a los altares de la alta cocina. Simple en apariencia pero en realidad sencillo, que no es lo mismo. La verdad, en cuanto que objeto de evidencia siempre resulta de este mismo modo. Por más vueltas que hayan tenido que darse para llegar a ella, o por el contrario, de inmediato intuida, cuando es evidente, siempre es sencilla. 

En lo que se refiere al pilpil tenemos una onomatopeya, para no aburrir con las mismas figuras literarias. El plato citado califica el pilpil de gratinado, y ahí está el alma del asunto. El pilpil es una salsa que se obtiene del aceite aromatizado con ajo que emulsiona con la gelatina del bacalao cocinado a baja temperatura. La palabra sirvió para denominar al burbujeo del aceite cuando alcanza los 90º de temperatura. Es curioso, en Internet hay pocas preparaciones que tengan tantos videos mostrando el cómo. Y es que el pilpil, como montar claras por ejemplo, requiere una técnica precisa, pero especialmente, basada en la paciencia. El resultado se obtiene a pesar de unos comienzos difíciles que a muchos suelen desesperanzar, pero que solo los que permanecen fieles consiguen. El gratinado del pilpil es claramente una innovación, y un regalo para el disfrute cuando tengamos que romper la costra que formará el gratén. No hay metáfora más completa de la verdad. Ésta siempre será fruto del esfuerzo, del compromiso, de la fidelidad al propósito inicial. Surgirá el pilpil en una aletheia de melosidad grasa y suave a la vez. Se desvelará su verdad bajo el gratinado, mostrándose sin grandes aparatos, sencilla pero trabajada en su elaboración y en su degustación. ¿Qué más puede pedirse?

Y es que finalmente ésta es nuestra tesis. Esta noche caminamos desde los fogones al disfrute gastronómico, una vez más, como siempre, para construir la verdad. Encontramos concordancia entre lo descrito en el menú y lo que nos ponen en el plato, lo que dice mucho de esta casa. Cenamos en acto empírico de conocimiento degustativo, proporcionándonos el pollo o el bacalao, una evidencia, es decir una vivencia de verdad. Verdaderos son los objetos sobre los que posamos nuestros sentidos, que cumplen justamente con nuestra intención al sentarnos a la mesa. Con la cena de hoy sabremos a qué atenernos y, por lo mismo será satisfactoria, pragmáticamente verdadera. Y no queremos resistirnos a pensar que tal verdad del paladar en la mesa, nace de la verdad de los fogones, en un consenso mágico de voluntades, en un diálogo racional muy humano, casi divino.
©Óscar Fernández

sábado, 5 de abril de 2014

FUSIÓN MEDITERRÁNEA Y LOS LÍMITES DE LA RAZÓN

Se dice que la cocina griega moderna es básicamente fusión. Fusión de las cocinas de Oriente Medio (árabe, y turca especialmente), con ingredientes y técnicas italianas, más gastronomía balcánica. La fusión es la marca de identidad cultural mediterránea. Pero nos tememos que, en lo que a los fogones se refiere, tal fusión es menor de lo que se nos vende. Nos parece más evidente aún en el caso griego, pues a poco que se investigue, se descubre que la mayoría de sus más conocidos platos, no son simple fusión mediterránea, si no interpretaciones de la cocina turca. Repasemos, en un esfuerzo analítico, tres platos típicos griegos, que se ofrecen en ésta, hoy, propuesta dionisíaca.

El gyros. Básicamente el döner kebab turco (asado vertical), pero elaborado con cerdo, que se acompaña, por si cabía alguna duda, de tzatziki, que es exactamente la misma salsa turca de nombre cacik, de yogurt, pepino y ajo, muy empleada en los meze (aperitivos), también de origen turco. El imam (“İmam bayıldı”, literalmente traducible como "El imán solloza o está asustado"). Plato tradicional de la cocina turca, elaborado con berenjena rellena de verduras que suele freírse, obviamente, en aceite de oliva. Y finalmente, la archiconocida musaka, común en los Balcanes y Oriente Medio. En el mundo árabe, la musaka es una ensalada cocida hecha principalmente de tomates y berenjenas, similar a la caponata italiana, y usualmente servida en frío como aperitivo. La palabra es también de origen árabe, proviene de “saqqaʿa” (congelar o volverse blanco). El plato griego más conocido internacionalmente, consiste en una disposición en tres capas de berenjena en rebanadas, carne picada de cordero y tomate, todo ello cubierto de una salsa blanca y horneado. Las versiones búlgara, serbia, bosnia, y rumana se preparan con patatas en lugar de berenjenas. La musaka es considerada como plato griego, en Occidente, pero solo es una, eso sí espléndida interpretación, de una preparación árabe extendida por el Imperio Turco en el Mediterráneo oriental. Lo más característico griego del plato se debe a Nikolaos Tselementes. Este famoso chef griego de los años 20, influido (para algunos demasiado) por la cocina francesa, al volver a Grecia publicó el primer recetario griego moderno. Introdujo varias modificaciones en la tradición, y como interesa al caso, añadió la bechamel a la musaka. Para muchos fue el modernizador de la cocina griega, para otros, un corruptor con influencias europeas de las recetas más tradicionales. Su nombre sorprendentemente, hoy es sinónimo de tradición y, en el habla actual se dice, haciendo broma de alguien que cocina bien, que es un tselementes.

Por tanto, bien analizado el tema, aunque parezca que la cocina griega es solo una versión de la cocina turca, apreciamos, en el caso de la musaka (y hay otros), en realidad un esfuerzo de rebeldía. Hay en la musaka un grito helénico de identidad, que a partir de lo impuesto en siglos de dominación otomana, se eleve sobre ella y transformada, le otorga la raíz balcánica y la entraña de la cuna de Occidente. Frente al medievalismo de un imperio caduco, al que muy tarde le llegará su renacimiento, su modernidad hoy cuestionada, la musaka es bandera de ilustración:
“Nosotros, descendientes de los sabios y nobles pueblos de la Hélade, nosotros que somos los contemporáneos de las esclarecidas y civilizadas naciones de Europa (...) no encontramos ya posible sufrir sin cobardía y autodesprecio el yugo cruel del poder otomano que nos ha sometido por más de cuatro siglos (...)".Proclamación de la independencia de Grecia. 27 de enero de 1822.
Pero no quiero con este discurso caer en un bodrio. Un bodrio facilón, nacionalista y decimonónico. Bodrio, que en todo caso nos viene “al pelo”, pues bodrio era la famosa sopa espartana, no reconocida precisamente por su buen sabor, alimento extremadamente austero y de sabores fuertes. De ahí proviene el término “bodrio”, como algo poco aceptable, mal hecho o desagradable. Este bodrio, en verdad trata de la misma cuestión que planteó Kant, a propósito del conocer. 

El problema del conocimiento gastronómico es el mismo que el del conocimiento sin más. Coinciden en su carácter intencional. Son una relación entre el sujeto cognoscente (degustante) que tiende hacia el objeto, lo conocido, lo degustado. La musaka no es dada, es construida; es lo que el sujeto construye cuando la elabora sí, pero sobre todo cuando la disfruta. Debemos hacer hoy ante la mesa un giro copernicano. Nuestra sensibilidad construye fenómeno a partir de la dispersión de ingredientes (mal entendidos como mezcla ecléctica, fusión mediterránea) otorgándoles su propia manera de sentir, gustar, conocer. Le otorga estructura, forma que lo constituye en fenómeno musaka (tanto el plato elaborado por el chef como el degustado por los comensales); quintaesencia de la idiosincrasia helena. El sentir del griego es el sentir del origen de la cultura occidental, frente al caos disperso de informe sensismo oriental. La musaka es el fenómeno construido por el sujeto griego cuando la elabora y por nosotros los sujetos que intencionalmente la degustamos. La raíz de Europa en el alma griega está espacializando y temporalizando la intuición empírica de los ingredientes recibidos. El fenómeno musaka, sobre el que cabe conocer como fenómeno, sobre el que cabe emitir el juicio del entendimiento, necesita de nuestras categorías. La sustancia, esencia griega, identidad cultural helena, permite conocer que griegos somos todos. Pero sobre tal esencia griega o su sustancialidad, solo cabe pensar, no conocer. Conocemos que todos somos griegos en la musaka, pero no sabemos qué es ser griego en sí. La libertad del ser humano, griegos, helenos, europeos que somos todos, va más allá del fenómeno sentido y del hecho juzgado. 

Los límites de la Razón se encuentran en el conocer no en el pensar. Sentir la musaka o conocerla es someterse al reino de la determinación natural. Es la voluntad, la razón práctica la que nos libera de esa musaka, fenoménicamente considerada, para hacer posible la musaka eterna, la que, en el reino de la libertad, lo podemos todo. Disfrutad de la gastronomía griega, de la musaka, tomada aquí como ejemplo heroico. Más allá de ella, a partir de lo turco y elevándose con la Europa ilustrada hacia su independencia, la de Grecia, la de todos, nos libera. Grecia, la primera en levantarse sobre la ruinas del Antiguo Régimen, como ya hizo sobre la irracionalidad del mito, y entregarnos de nuevo lo verdaderamente real, noúmeno sí, pero real, para que lo pienses tú, europeo en crisis, atado al fenómeno, limitado y sin horizonte. Disfruta y piensa en tu orígenes helenos, clásicos. Siente, juzga y piensa en tu inmortalidad. 
©Óscar Fernández

sábado, 8 de febrero de 2014

LA LECCIÓN DEL SALMOREJO: CADA UNO A LO SUYO

Parece que Epícteto proponía no valorar lo ajeno como propio y viceversa, en una de esas obviedades a las que nos tienen tan acostumbrados los filósofos. Pero es verdad que muchos pesares del hombre infeliz, si no todos, proceden de no ajustar su juicio a este sentido común. Confundir lo ajeno como ámbito de libertad es una de las grandes torpezas que martirizan al incauto. Véase a tantos esforzados y valientes queriendo ganar la fama y el respeto de otros (mayor locura aún buscar el favor de otras), cuando tales objetos les son ajenos, no los poseen, y por tanto nada cabe hacer para alcanzarlos. En cambio, qué pocos se esfuerzan en dominar su voluntad, o su apetito, que es claramente propio y, por tanto, posible su dominio. Ser conforme a naturaleza debe significar no pretender libertad con lo que procede de fuera y no controlamos y, en cambio, ejercerla sobre lo que es nuestro y dominamos.

De esta consideración inicial a la propuesta ética estoica hay un mundo. No vayan a creer que defendemos nosotros, aquí ante esta mesa, un ideal de vida imperturbable e impasible. No es posible. No para nosotros y nuestro propósito general filosófico-gastronómico. Y, por otro lado, no nos vemos practicando, si es que fuera posible, la ataraxia y la apatía ante una soberbia lubina a la espalda o un lomo de ternera (el ya conocido mal llamado churrasco en esta casa) con sus inexcusables acompañamientos. Pero sí creemos en la posibilidad de un acercamiento entre nuestra propuesta societaria y el rigor racional al que aspira el estoico. ¡Desde la indiscutible percepción, que el estoicismo afirma, a la unidad cósmica, al orden racional del guiso bien trabado! Pero sin meternos dónde no nos llaman. ¡Sin recetas morales baratas, ni ataraxias, ni apatías! Ni los estoicos ni nosotros, somos quién para dar consejos.

Leemos el menú y caemos en la cuenta, no sin sorpresa ante nuestra propia ineptitud, que el camino de la semejanza señalada se encuentra en el análisis de uno de los entrantes: los canapés con salmorejo, jamón ibérico y aceite de oliva. Y su antítesis en cambio pareciera, a comensales mal informados, el postre: tarta artesanal cremosa de chocolate.

El salmorejo es una crema, de preparación tradicional cordobesa, que se elabora mediante un majado de cierta cantidad de miga de pan a la que se añade ajo, aceite de oliva, opcionalmente vinagre, sal, y tomate. No creemos que sea casualidad que una primera noticia de algo semejante (aún blanco) aparezca en el “Re Coquinaria” de Apicius, en lo que al majado se refiere; y no será muy aventurado afirmar que el origen del salmorejo se encuentre en una variante legionaria que mezclase “puls” y “posca” (las gachas de harina de trigo y la común bebida de vinagre y agua del esforzado soldado romano). No hay casualidad en que alguna aportación lúcida del estoicismo más conocido, el romano, el imperial, se pueda descubrir en unas gachas, porque eso es el salmorejo, por muy celebrado que sea, o acompañado que esté, simplemente unas gachas. Otros salmorejos hay, que poco tienen que ver con éste, y entre ellos, particularmente famoso el canario. Una cucharada de sal gorda, media docena de dientes de ajo, media cucharada de pimentón, y una pimienta picona en lascas dentro de un mortero, machacado y homogéneamente mezclado, se agrega aceite y vinagre para ser usado como salsa sobre la carne, preferiblemente blanca. Así ha alcanzado fama mundial el conejo en salmorejo.

En cualquier caso, salmorejo es metáfora de sobriedad y sencillez. Orden de ingredientes aparentemente irreconciliables que dan lugar a una armonía racional, esencia del mundo. El salmorejo es camino de conocimiento del Logos, de la Razón Universal. El salmorejo es acercamiento humano a la divinidad inmanente al mundo. ¡Estoicismo en estado puro! Las gachas estoicas fueron durante muchos siglos blancas, viudas medievales de luto, sin color. Alejadas de recetarios grandilocuentes, más ocupados de hedonismos franceses que de la sabiduría popular. Ésta, en ocasiones, enriquecía el salmorejo con alguna hortaliza, y finalmente, la popularidad del tomate a comienzos del siglo XX, enrojeció el salmorejo. Esta aportación ultramarina, y que el salmorejo se use como base untable para soportar jamón ibérico, es claro camino iniciático hacia la felicidad. La felicidad de lo ecléctico.

El chocolate desde 1520, que se hizo el primer envío desde América a la Península, hasta hoy, ha sido identificado con el placer. Se han alabado sus propiedades hasta puntos que rayan en el absurdo, y se ha abusado tanto de su uso, que parece imposible que pueda tener relación alguna con la corriente helenística que hoy nos ocupa. Hedonismo y chocolate parecen, en cambio, sinónimos. Del mismo modo que es un error confundir estoicismo y hedonismo como corrientes incompatibles o diametralmente opuestas, sería estúpido creer que una tarta de chocolate es la quintaesencia del disfrute gustativo, y un salmorejo sobriedad de ascetas. ¡Para qué seguir con aclaraciones! Quien no sabe disfrutar un salmorejo estará, del mismo modo, negado a gozar del chocolate. En el placer, y por ende, en la felicidad, es la actitud lo que cuenta y el conocimiento quien lo posibilita. Lo contrario es simple animalidad. Y en esto, como es natural, hedonistas y estoicos (de sentido común) coinciden.

Es la acertada combinación de los ingredientes, como en todo el quehacer culinario, lo que dio al chocolate el éxito debido. Lograr “pasar” el amargor natural con mil combinaciones del cacao y los más variados aditamentos (leche, azúcar, vainilla…), hasta el punto de que la síntesis supera a los ingredientes, solo aparentemente enfrentados. De la aparente simplicidad de las gachas, con tomate al salmorejo, que presta virtudes al excelso jamón ibérico, de inicio; y terminar, deleitándose en el aristocrático chocolate, cremoso, voluptuoso, sensual… Camino seguro de perfección. Ecléctica es la cocina y eclécticos hemos de ser nosotros. El eclecticismo, más que una filosofía, ha de ser una actitud que nos libere de aparentes contradicciones. Porque queremos alcanzar la actividad racional que nos es propia, y por tanto, el fin que solo se busca por si mismo. 

Sea a través del estoico salmorejo (que no lo es tanto), o por el hedonista chocolate (que lo es menos), así reconocemos a Epícteto su sabiduría y acertamos a ser un poco de Epicuro mientras comemos. No vemos más camino que éste; admitir que la felicidad está tanto en el saber como en el holgar, descubrir que depende de la actitud más que de los hechos. Hallamos en la recomendación inicial estoica la lección que se desprende del desvelamiento realizado de una oposición falaz. Ni estoicos, ni hedonistas, y sí algo de unos y de otros. Y para ser feliz, ejercer la libertad en lo propio, y no andar manoseando lo ajeno: ¡Nada de consejos morales! Arreglemos nuestra casa, no nos metamos a arreglar la del vecino. 
©Óscar Fernández