sábado, 10 de diciembre de 2022

CONOCER PARA COMPARTIR Y VICEVERSA

Un cuarto discurso a propósito de la carta de Orgaz se nos antoja excesivo, sin embargo siempre es bueno ocuparse del peligro que las convicciones pueden conllevar, especialmente cuando éstas tratan con lo que, de suyo, es opinable. Léase el fárrago del debate sobre la cebolla en la tortilla o la necedad del uso culinario del pepino.

Merece la pena detenerse, en atención al tema que hoy se tratará, en la diferencia entre entender y compartir unas ideas cualesquiera, para no caer en la identificación, que no sinonimia, a la que el uso habitual de estos términos nos ha llevado dando lugar a confusiones y mal entendidos muy, permítanme la ocurrencia, de adolescencia recién llegada al uso totalizante, categórico y dogmático de la Razón.

Hay quién, ya talludito o talludita, se empeña en expresar que algo no lo entiende cuando, en realidad, quiere decir que no lo comparte. Si siempre tratásemos con tautologías, o dicho de otro modo, con juicios analíticos donde, de primeras o tras un proceso discursivo, lo que se dice en el predicado ya estaba presente en el sujeto, efectivamente entender debería coincidir con compartir, pues dichos juicios son necesarios y no pueden ser de otro modo distinto a como son. Pero en el orden de lo contingente, en definitiva de lo opinable, lo que se comprende o entiende no necesariamente debe compartirse. Precisamente para poder establecer si somos o no de la misma opinión, queremos o no aceptar la proposición o la idea de la que se trate, es obligado primero haber entendido completamente qué se nos ha explicado o expuesto.

Pues bien, ocurre con el juicio gastronómico algo semejante y hay quien confunde su gusto particular con la corrección en la elaboración, presentación o incluso con la degustación de un plato. Que yo sea partidario, por gusto, de la cebolla en casi todo, incluida por supuesto la tortilla, y enemigo declarado del pepino, también en casi todo, insistimos, no por esta acomodación, queremos decir hábito del paladar en el sujeto y su repetición, tórnese el concepto propio de tortilla o ensalada, la que sea, en su forma canónica.

El pensamiento adolescente tiende a identificar lo que se muestra a su luz cierto, como único y verdadero, indiscutible, y todo lo que se presenta distinto como incomprensible. Así hay quien no entiende la tortilla con cebolla o que se le ponga pepino a nada.

La única forma de superar estas dos confusiones expuestas es la educación. Hay que educar el gusto del mismo modo que hay que educar la inteligencia y el pensamiento y, en tanto que somos uno, indivisibles en nuestra principal facultad, dichos ejercicios son, en definitiva, educación de la Razón.

Es aquí donde nos encontramos en el camino con el obispo de Hipona. ¿Cómo hacer que Razón y Fe se complementen, pues parece no cabe otra? ¿O cómo hacer posible la Ciudad de Dios en la ciudad de los hombres? Ni la Razón puede identificarse con la Fe, ni el orden político humano con la Justicia Divina. Salvando las distancias, tampoco el gusto se identifica con la norma ni el entender con la aceptación crítica sin más.

Sólo el amor educa y sólo en el amor es posible la convivencia, la justicia y la felicidad. En el amor radica la posibilidad de realización de la Ciudad de Dios entre los hombres. Es el amor el que permite creer para entender y viceversa, y es, también en nuestro caso, aquí y ahora, entre amigos, amantes en el más exacto uso del término, lo que hace posible que aprendamos a degustar, con sentido, lo que en principio rechazamos, pues la amable compañía posibilitará acercarnos al disfrute gastronómico sin prejuicios y como adultos.

Conoce quien ama sin medida. Conocer para aceptar o compartir, incluso, aunque parezca imposible, aceptar algunos la tortilla con cebolla o, ¡válgame Dios! aceptar yo mismo la aparición siempre totalitaria del pepino.

©Óscar Fernández

sábado, 5 de noviembre de 2022

NI SIMPLE NI SENCILLO

No es fácil hacer comprender que lo que se muestra en apariencia simple es en realidad complicado. Sucede esto incluso con lo que es verdaderamente simple. ¿Cómo hacer entender que lo que se dice simple, porque no cabe en ello composición y ésta es sinónimo de imperfección, contiene una complejidad tal que queda al margen del poder de la Razón? No pretendemos decir que alguno de los platos de la carta sean simples en este sentido, pero sí podemos afirmar, en este tercer repaso a las propuestas de Orgaz, que lo que seguramente es calificado de sencillo tiene en realidad más enjundia de lo que aparenta. Por sencillo se tendrán muy probablemente el salmorejo cordobés o el lomo a la brasa, ya sea éste de vaca vieja o joven, madurada o no.

El salmorejo es corto de ingredientes. Miga de pan, ajo, tomate, aceite, sal y agua. Pero atención, el pan debiera ser de telera, es decir el pan candeal típico de Córdoba, con forma de montera. Hay diferentes teorías, como siempre, sobre la procedencia del nombre. Quizá contracción de “tres hileras”, por los tres pliegues diagonales en la corteza del pan. Quizá por la analogía con la “telera” del arado, el hierro que hace surcos en la tierra, que en el Diccionario de la R.A.E. se justificaría con la procedencia hipotética del término en latín “telaria” y a su vez de “telum”, espada. Este pan candeal es la variante cordobesa del más extendido tipo de pan en las dos Castillas, Extremadura y Andalucía. Hoy cada vez más difícil de encontrar por su carestía, alta proporción de harina, miga compacta, y un trigo de bajo rendimiento agrícola, pero muy apreciado por su valor nutritivo y la calidad que proporciona al pan. Sin duda no puede ser igual un salmorejo hecho con una miga de pan u otra.

El término salmorejo quizá sea derivación de sal y mortero, “sal-moretum”, “sal-mortarium”, o de salmuera. ¿Quién sabe? Con toda seguridad el salmorejo primero fue blanco. Un majado en mortero de tradición árabe cordobesa, con ajo, pan y agua, continuación de lo que ya se hacía desde tiempos prehistóricos. No todo es invención romana. El salmorejo se hizo rojo muy tardíamente, o recientemente como se prefiera, gracias al tomate. Pero la clave de su enjundia está en la correcta proporción de los ingredientes y, especialmente, en la cantidad de miga de pan. Ésta marca la textura obtenida, que ha de ser más gruesa que lo que sucede con otras elaboraciones frías semejantes; nunca una sopa, sí más bien una salsa, crema o casi un puré. Tanta ciencia hace falta que se ha establecido como oficial la receta basada en el trabajo de investigación del Departamento de Bromatología y Tecnología de los Alimentos de la Universidad de Córdoba que, dicho sea de paso, no incluye el vinagre. Nunca un salmorejo viene solo. Siempre se incluyen picados otros alimentos que lo enriquecen, normalmente huevo duro o virutas de jamón.

La compleja enjundia, como decimos, está, una vez más, en el arte de la combinación culinaria, que exige conocimiento y experiencia, y en este caso en su principal virtud. El salmorejo es un alimento completo. Aporta los hidratos de carbono del pan, las proteínas del huevo duro y el jamón serrano además del tomate que otorga licopeno, antioxidante natural que el cuerpo absorbe en presencia de las grasas que generosamente regala el aceite de oliva virgen extra.

Por último señalaremos que aquellos que pretenden que el salmorejo es una variante del gazpacho solo demuestran su ignorancia. El parecido provoca la confusión del que juzga precipitadamente, típico de los que se dejan engañar por las apariencias o gustan de explicaciones facilonas. Falsos discípulos de Ockam, partidarios de su navaja más por pereza o estulticia que por rigor.

Algo parecido apreciamos en los que tratan superficialmente temas que de suyo merecen profunda dedicación, tentados por despachar el tema que hoy nos ocupa con una o dos ocurrencias, más propias de la juvenil ignorancia del mal estudiante que del ánimo adulto, estudioso o no de los difíciles conceptos metafísicos, pero con el sentido común que aporta, o debiera, la experiencia del correr de la vida.

Tan patochada es reducir el salmorejo a una simplificación del gazpacho como pretender que ateísmo solo consiste en no creer en la existencia de Dios, o el agnosticismo afirmar la simple incapacidad para conocerlo. Como muy bien nos mostrará nuestro experto hoy, ateísmo hay de varias clases y no sólo por la actitud que lo concluye, si no porque para afirmar que Dios no existe primero hay que tratar en qué consiste Dios, o quién es. Y al hilo de esta pregunta, si el agnosticismo se dice del quién o del qué, es porque ya se ha admitido una cierta ocupación de la Razón en algo que en un principio se afirmó ajeno a ella. Lo que nos deja algo perplejos.

Igual que merece la pena escudriñar los misterios del arte del buen gazpacho o, lo dejamos para otra ocasión, cuán complejo es hacer bien un lomo de vaca a la brasa, merece la pena dejarse instruir, por quién sabe, a propósito de lo que aparentemente se muestra fácil, que algunos dicen “Dios no existe” y otros que no pueden saber nada sobre ello. En nuestra experiencia y a nuestro entender, es cosa muy inteligente no dejarse llevar por lo que parece más fácil, sencillo o simple, al contrario lo es, tomarse en serio, tiempo y atención, precisamente las cuestiones que así se muestran.

©Óscar Fernández

miércoles, 26 de octubre de 2022

sábado, 8 de octubre de 2022

LA SEGUNDA OPORTUNIDAD

Vamos a dar una segunda oportunidad a esta casa, a Orgaz, no a la hamburguesa; y análogamente quizá también se la daremos a la Filosofía. En este caso algo más que una segunda oportunidad, revisaremos su relación histórica con la Teología.

Vista la carta, ya conocida, nos parece que el apartado “Clásicos Modernos” puede servir y venir al hilo del tema de hoy. Modernizar lo clásico insta a la tradición a tomar una nueva coyuntura, y del mismo modo, lo clásico puede aportar a lo moderno lo que le libre de la muy habitual tendencia actual a lo efímero. Nos parece que la intención de unir clasicismo y modernidad, tiene algo de agustiniano y renacentista. Inspirándonos en el Padre de la Iglesia afirmamos que una sola es la verdad que orienta al Bien y la Felicidad, y que por tanto ha de poder accederse a ella, tanto por el camino de la tradición, que nos revelan nuestros mayores, los clásicos, como por los maestros actuales en el uso de sus conocimientos…, culinarios.

De entre los clásicos modernos propuestos debe descartarse la ensaladilla rusa clásica, pues tal como se nombra, es una falacia. Nada nos aportará lo que se presenta como ruso y nunca lo fue. Sería como aceptar la negación de la verdad o su conocimiento y luego tratar de esclarecer la doctrina revelada.

Las bravas de Orgaz se nos antojan confusas. La variedad de elaboraciones que permite esta salsa hace prácticamente imposible establecer un término fijo definitivo sobre ella. Es una metáfora canónica de los objetos del conocimiento sólo aparentes, de la vana pretensión de la ciencia estricta sobre lo contingente. ¿Quién se atreve a establecer la esencia de la salsa brava y su “quididad”? Lo dicho, una quimera.

¿Y los callos picantillos a la madrileña? Éstos incitan a la curiosidad, motivación principal y primera del conocimiento. Si son a la madrileña se limita mucho la creatividad moderna sobre el plato. Está claro que sin probarlos no cabrá juicio alguno y, por esto, quedarán relegados al ámbito de lo no científico, estrictamente hablando, pues sólo cabrán juicios sintéticos, sí, pero “a posteriori”, lo que será camino resbaladizo hacia el escepticismo empirista dieciochesco. O, por ser más benévolos, plato reducido al ámbito estricto de la razón, del conocimiento humano “a secas”, sin ninguna relación con la verdadera Sabiduría y muy poco con la filosofía gastronómica, cuando no nada. Dicho lo cual, insistimos, debería probarse para juzgar si nos ofrecen o no un clásico moderno. Los callos nos hacen dudar si debe ocuparse la Filosofía de cuestiones que, aunque se presentan como ciertas, están sometidas a las veleidades del correr de los tiempos, es decir contingentes, quizá no por su naturaleza, sino por el tratamiento que sufren desde la arbitrariedad de la voluntad cuando no por el simple apetito. No sirven los callos para repasar la relación del conocimiento racional con las divinas certezas.

El timbal de rabo de toro deshuesado con daditos de patata suena a juego facilón. Si la modernidad sólo consiste en presentarlo como un timbal… En todo caso conviene que señalemos algunas precisiones sobre este famoso descubrimiento cordobés. Si a tradiciones canónicamente establecidas hemos de referirnos, no será la cola de toro, como en el sur la llaman, un guiso hecho con caldo, sino exclusivamente con vino tinto. Ciertamente hemos visto variantes en las verduras con las que se guisa y en la salsa unas veces “pasada”, sin tropiezos, o con las verduras tal como queden tras el largo y lento guiso. Ha sucedido en la historia del pensamiento algo semejante con las relaciones entre la Filosofía y la Teología, donde ha dependido del sentido y concepto de las categorías de la primera su utilidad o no para las verdades de la segunda.

La tortilla de patata jugosa como en Betanzos es sin lugar a dudas objeto seguro de debate. Y no por la cuestión que casi todos pensamos. No por si debe o no tener cebolla, pues siendo de Betanzos que lleve cebolla es ontológicamente imposible. Una tortilla de Betanzos no soporta la cebolla, una tortilla de Betanzos casi ni se soporta a sí misma. La tortilla de Betanzos es la peor a la hora de elaborar un pincho, la peor a la hora de hacerse un bocadillo. La tortilla de Betanzos sólo permite un disfrute aristocrático desde el plato, exige pan, cubiertos y muy probablemente servilleta. La tortilla de patata, en general, es el hallazgo de una conjunción mágica. Puede cuajarse huevo casi con cualquier cosa, pero en tortilla se exige que el huevo aporte a la vez jugosidad en el interior, y en su exterior, que bien cuajado de forma al continente. ¿Qué hace que la unión entre el huevo y la patata sea perfecta? Que la patata esté no excesivamente frita, sino cocida o confitada en el aceite. Debe mezclarse con el huevo no excesivamente batido y permanecer juntos un tiempo para que aquélla se empape bien de éste. El tiempo de cocción por ambas caras en la sartén será mínimo si se quiere una tortilla con la mayor parte del huevo líquido, o algo más prolongado según lo compacta que se desee. Así encontraremos tortillas que van desde patatas calientes mojadas en huevo, casi sin cuajar, hasta ladrillos donde el huevo cuajado cumple el mismo fin que el cemento en el hormigón. Obviamente entre estos extremos estará la virtud adaptable al gusto de cada cual. En la correcta interacción de la patata y el huevo está la clave de la metáfora. No sé cuál es la Filosofía y cuál la Teología, pero como en la tortilla el predominio de una sobre otra imposibilita el conjunto. No será tortilla, si nos excedemos con el huevo o con la patata, o si nos excedemos o quedamos cortos con el cocimiento. Cuajar una tortilla es un arte, una ciencia, y una sabiduría, todo en uno. Si se impone la Filosofía a la Teología probablemente nos alejaremos del objeto, Bien o Verdad, en fin de la Felicidad, y si renunciamos a ella la Teología se vuelve simple afirmación sin sentido, que igual podría repetirla el creyente o un loro amaestrado sin saber uno ni otro qué dicen. Aunque se discutan las versiones, el Medievo impuso el tópico de la “esclava de la Teología”, y para nosotros hoy, quizá los expertos nos corrijan, tal noción de la Filosofía es como mal cuajar una tortilla, torpes intentos de diseñar conceptos que son incapaces de alcanzar lo inefable.

Creemos que cuajar Filosofía y Teología será un milagro. Y no estamos en la cocina adecuada, Dios mediante, no aún.

©Óscar Fernández

sábado, 11 de junio de 2022

DEL GORGIAS A LA HAMBURGUESA

Hace Platón en el Gorgias una analogía nada feliz. A la culinaria la califica de práctica, una rutina, no un arte, semejante a la retórica, basadas ambas en la adulación. Y de ésta que es un simulacro de una parte de la política. La retórica es respecto al alma equivalente a lo que la culinaria es para el cuerpo. Si esto fuera así en verdad, decimos nosotros, mejor nos iría hoy con nuestros oradores. ¡Oh Zeus, si así trata Platón a la retórica cuánto más ofenderá a la culinaria!

Consideramos que la aparente confusión de Platón está en situar la culinaria entre las prácticas que solo conducen al placer, por ello actividad rutinaria y no arte. Que una práctica esté dirigida al placer parece, para Platón, incompatible con el arte y queda solo en rutina. ¿No habremos de aclarar a nuestro “chef” tal dislate? El maestro, que pondrá en nuestros platos los manjares más exquisitamente tratados, precisamente porque conoce la naturaleza de los ingredientes, la causa del placer que produce una racional y calculada forma de trabajarlos, es decir los elaborará con verdadero arte, ¿solo practica la rutina? No hombre, no.

Pretendemos, una vez más mostrar la ciencia y el arte que exige la buena mesa. Y para muestra de ello reparemos en la hamburguesa, la que con orgullo en esta casa luce el nombre de Orgaz. Señorío del afamado Conde, póstumamente reconocido y de epitafio eterno gracias al Greco. D. Gonzalo Ruiz de Toledo. Conde que fue mayordomo mayor de Constancia y Santa Isabel, ambas de Portugal, ésta última esposa de Fernando IV de Castilla, además de notario mayor de este reino y alcalde mayor de Toledo.

El origen más remoto de la hamburguesa se relaciona con las tribus mongolas que picaban tiras de las piezas más duras de carne para hacerlas comestibles. Los alemanes reinventaron el “steak tartar“ ruso, original de los tártaros y, en el siglo XIX, los marineros germanos procedentes del puerto de Hamburgo la llevaron a los Estados Unidos, de hay el origen de su nombre. Algunos, en cambio, remontan el verdadero origen a un plato similar del Imperio Romano, que consistía en una masa elaborada con carne de res picada, piñones, sal y vino pasado servida en el interior de un pan. Lo lamentable sucedió en el XX. Una “feliz” ocurrencia de la primera cadena de hamburgueserías del mundo. La “White Castle”, fundada en Wichita (Kansas) en 1921, inventó la “pig stand”, ya el nombre lo dice todo en nuestra opinión, la hamburguesa servida sin necesidad de bajarse del coche, es decir el concepto mismo de comida rápida. Algo parecido popularizaron en California los hermanos Dick y Ronald McDonald en 1948. Pero ni la comida rápida debe ser sinónimo de basura ni todas las hamburguesas se elaboran para un consumo tan poco civilizado.

Hoy, al menos dos comensales, la hemos elegido precisamente porque lo humilde o sencillo no es sinónimo de baja calidad. Al contrario, la denostada hamburguesa será el más suculento de los manjares, bien elegidas las carnes y sus puntos de asado en brasa o plancha y sus acompañamientos de probada alcurnia. Millones de veces maltratada en holgazanes locales, mal llamados de comida rápida, tugurios de moda que bien merecen la advertencia platónica que avisa de los aduladores. La hamburguesa consumida con prisa, “fabricada en cadena” es la imagen misma de la desolación. Sin nada que gustar, las perversas salsas tratarán de ocultar esa nada con más de lo mismo. Cuando estamos ante una de estas aberraciones comprendemos la desazón del ser racional, que ante la nada o el sinsentido opte por librarse violentamente de su angustia, o busque desesperado su “cielo protector”. No negaremos que el bien que anhelamos todo lo sufre y de ahí también su valor, pero no es menos verdad que la belleza por sí libera de dolores. No queremos ser acusados con la excentricidad de Calicles, que en el diálogo defiende que ocuparse de la filosofía más de lo conveniente es la perdición de los hombres. Nos ocupamos nosotros aquí lo debido. No más.

En esta noble casa es posible encontrar la hamburguesa que nos salve, la que nos dé placer desde el buen hacer y de la que obtengamos salud. Frente a la angustia y desazón de un desierto de sabores, planos, sin matices, rutinario, enfermizamente infinito en la nada, el “cielo protector” será, para nosotros, esta hamburguesa de cocción perfecta, enriquecida de disidentes señoriales quesos (vasco-navarro Idiazabal u occitano Roquefort) y bien acompañada de la panceta ahumada, anglosajonamente llamada bacón.

Una vez disfrutada semejante hamburguesa será fácil comprender que de la incomprensible o inexplicable unión alma y cuerpo que rezuma en la antropología platónica o, como llaman los técnicos, irresoluble problema de la comunicación entre las sustancias, nace la dificultad de Platón para entender que del placer del cuerpo nace el bien del alma y al revés. En esto mucho tienen que ofrecer los maestros culinarios y disfrutar los comensales, sus aventajados discípulos. Así que no debemos extrañarnos que Platón desconociera, o demagógicamente ocultara, didácticamente quizá, que hay arte y ciencia en los fogones, pues en su diálogo con Gorgias, Polo y Calicles yerra en la elección de la culinaria como análoga de la mala retórica. Convencidos estamos de que ni Platón, ni el más ferviente seguidor suyo entre nosotros, sostendrá que solo quepan una retórica y una culinaria de la adulación. Nosotros sabemos que del noble arte de los fogones, como de la oratoria, se pueden, y de hecho se obtienen, belleza, verdad y bien. El amor a la sabiduría que hay en cada hamburguesa, amorosamente elaborada y disfrutada, es el cielo que nos protege de la nada y el sinsentido.

©Óscar Fernández