domingo, 12 de mayo de 2013

ANGUSTIA POR LOS ENTRANTES


En el menú que hoy nos han preparado encontramos, la habitual distinción entre las entradas que se comparten por un lado (Ensalada O Camiño, Fritura de Chopitos y Boquerones, Huevos Rotos con Patatas y Jamón); y los segundos platos, que por otro son a elegir. Elección entre Chipirones con Habitas y Jamón, Bacalao al horno, Rabo de toro o Callos a la Madrileña. Es en esta elección, donde podemos conectar con uno de los temas que, probablemente, ocupará nuestras discusiones en este decimosegundo encuentro. Sin ánimo de robar protagonismo a quien debe tenerlo, haciendo honor al espíritu del aperitivo, permitiendo, por tanto, sólo degustar en pequeños bocados la síntesis entre el sentir del paladar y el análisis de la razón, abriré nuestro aperitivo con una cita del autor de esta noche: “la angustia es el vértigo de la libertad”

Efectivamente, no sé qué produce en mi más angustia, si encontrarme una vez más gastronómicamente desubicado, enfrentado en un espacio que se presenta gallego con platos de otros lugares de la ibérica península; o los rigores del abismo que anuncia una presumible digestión interminable. Vayamos por partes, desmenuzando la aplicación del concepto kierkegaardiano a cada una de las citadas presunciones. 

Angustioso es no encontrarse, o como aquí nos sucede (y no es la primera vez), tomar “o camiño” a Santiago y tras la “cabezadita de rigor” verse en Córdoba o Granada. Nos cuesta encontrar la referencia gallega en las frituras o en los huevos rotos de las entradas, pero más que difícil, imposible será en la elección de los segundos, pues todo el mundo sabe que el guiso de rabo de toro tiene origen cordobés (y no tiene la raíz taurina que exije el plato arraigo cultural entre historias de meigas y trasgos); y que los callos, si se anuncian a la madrileña, plato gallego solo lo será por el origen del chef, señor o señora de los fogones de esta casa. Ni el chipirón, ni el bacalao, suplirán la carencia celta, puesto que el primero cocinado con habitas y jamón huele de lejos a condumio mediterráneo; y el bacalao es recurso pesquero para los rigores del interior mesetario, aunque parezca una contradicción. En fin, que para salvarnos de la angustia espacial habremos de dar “un salto de fe”, fijarnos en la coincidencia temporal, y así convenir que en las fechas que nos encontramos es de agradecer que el oficio de los gallegos se ponga al servicio de las fiestas isidriles. Hacemos acto de fe con que el rabo sea efectivamente de la corrida de ayer en la Monumental de Las Ventas, y nos esperanzamos en unos callos, que engalanados de chulapos con su chorizo y morcilla, nos recuerden que como se come en Madrid no se come en ningún sitio, al menos como en San Isidro. 

Vamos a insistir en los dos guisos, pues para cenar nos parecen de un atrevimiento, ¡de una osadía!, que va más allá del mero placer gastronómico y quizá nos acerque peligrosamente a un precipicio moral. En primer lugar, un detalle que parece baladí y es capital para cualquier buen comensal que se precie. La salsa, que acompaña al rabo, la que se obtiene del cocimiento pausado de éste con las verduras, ¿debe presentarse en el plato, tal cual sale de la marmita, o aprovechando la untuosidad gelatinosa que la carne aportó, debe “pasarse” para que se muestre como una salsa estricta, algo espesa sí, pero sin tropezones verduleros? ¡Ah dilema, dónde los halla! ¡Dilema cómo jamás habría imaginado el más diletante de los existencialistas! Yo siempre he sido partidario de la segunda opción, y temo sea por glotonería, lo que abundaría en señalar al guiso cordobés como antesala de la pérdida de la conciencia moral. Y elegir rabo de toro podría ser apostar por cierta amoralidad, hacer desparecer la certeza del segundo de los “faktum” kantianos. Un modo de eludir la conciencia moral se me ocurre, y disolver la angustia, pues ya dijo Shopenhauer: “la filosofía es un saber en cierto modo despiadado, no edificante; ha de servir no para hacer más fácil nuestra angustiada vida sino para agravar esta característica, porque exagerar que la vida es angustiosa, es lo único continuador de Kant”. ¡Entreguémonos al rabo de toro y librémonos de la filosofía! 

Por otra parte, es ocioso entretenerse en el análisis del placer que las virtudes madrileñas otorgan a los callos, todas ellas adornadas de las peores grasas posibles en un mundo colesterolmente correcto. Así optar por callos o rabo es kantianamente lo mismo y lo contrario. La elección es angustia, pues, o nos libramos de ella por el camino de la perdición moral, entregados a los placeres sensuales de las grasas, por una digestión que haga pagar los excesos del pecado original de una cena desmedida. O asumimos la angustiosa condición humana, negándonos los guisos en un acto supremo de autonomía moral, sin esperar nada a cambio; actitud ética que vendrá de la mano de los chipirones o del bacalao, menos contundentes y de más fácil digestión. No parece que ninguno de los dos vaya a dar al traste con el imperativo moral, y podremos vivir angustiadamente humanos, pero por otros motivos. No será angustia por el estómago castigado, será angustia por la inevitable elección, ejercida por deber. 

Concluyamos. Nos parece que efectivamente la vida humana es una angustia desde el mismo momento de la toma de conciencia de uno mismo y su exigencia de elegir. Que cuando el maitre nos ponga ante el dilema, nos pregunte qué queremos de segundo, y no contento con dos opciones, nos muestre hasta cuatro, habremos crecido irremediablemente. Echaremos de menos el momento infantil de los entrantes. Añoraremos nuestra verdadera patria, cuando solo existía presente, sin proyectos, y aún no había memoria del pasado. Cuando compartíamos como hermanos ensaladas, sin saber que hay un final inevitable. Creídos que todo el tiempo era un instante de huevos rotos, metáfora gloriosa del juego infantil, sin reglas, siempre reprimido por adultos empeñados en que no se juega con la comida en el plato. Sin necesidad de decisiones, sin conciencia de lo que hacíamos, entre chopitos y boquerones, al unísono, sin tener que elegir, ¡como niños, sí!, ¡sin conciencia, sí!, ¡pero felices! 

La verdadera angustia no es el vertigo de la libertad, es conciencia de que los entrantes no volverán.
©Óscar Fernández

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