Estamos en el momento adecuado para ocuparnos de una efeméride histórica, pues fue precisamente hace casi 60 años, cuando el entonces Ministerio de Información y Turismo dirigido por Don Manuel Fraga Iribarne, en el artículo 29 de la Orden Ministerial de 17 de marzo de 1965, aprobó la regulación del llamado “menú turístico” que debían ofrecer todos los restaurantes, con carácter obligatorio como no cabía de otra manera en tiempos del régimen dictatorial. El establecimiento debía ofrecer un menú completo compuesto por un primer plato, un segundo y un postre confeccionado por el cliente mediante la elección de platos de la carta. El citado artículo especificaba textualmente que “se servirán también ochenta gramos, aproximadamente, de pan y un cuarto de litro de vino común del país” incluido en el precio, que además estaba regulado según el artículo 30, apartado 2, que decía “los precios máximos del ‘Menú turístico’ serán fijados mediante Resolución de la Dirección General de Empresas y Actividades Turísticas, oído el Sindicato Nacional de Hostelería”. La Orden Ministerial de 19 de junio de 1978, publicada en el B.O.E. el 19 de julio del mismo año, liberó el menú dejando que los establecimientos lo compusieran libremente, cambió su denominación por “Menú de la casa” y estableció que el precio no podía superar el 80% de la suma de los precios de los platos escogidos y presentes en la carta. Hoy en día este menú, como tal de oferta obligatoria, no existe. La revisión de leyes turísticas hecha en 2010 eliminó la regulación, dejándola a la competencia de las Comunidades Autónomas, y derogando “de facto” la legislación anterior. Pero su arraigo en los usos de la restauración hispana ha sido tal que prácticamente no existe ningún lugar que no ofrezca un menú diario con una variedad de platos a elegir que, a un precio asequible, incluye la totalidad del servicio, con excepción en ocasiones, de la bebida o el postre.
En esta cuestión del menú, en la que nuestra Sociedad tiene ya sobrada experiencia, se aprecia con mucha claridad el peligro, o quizá la no conveniencia, del ejercicio de la libertad, máxime cuando la libertad se confunde con el mero hecho de la elección. La libertad de elegir en el menú los platos muestra, en muchas ocasiones, las carencias de la voluntad frente al apetito. La libertad en su ejercicio no empieza ni acaba en la elección. El ser humano no es libre solo porque pueda elegir. Y ante el menú que hoy se nos ofrece no puede estar la cosa más clara. Véase, y les aseguro a ustedes que no es la primera vez que asisto a semejante elección, podrían decidirse por un primer plato de fabada y un segundo de callos. No hay ninguna restricción entre la elección del primero y la del segundo y quizá deberían hacerse estas restricciones, no solo por la posible inconveniencia nutricional, si no también por la más que exigible racionalidad gastronómica. No hay ningún equilibrio en un menú que se componga de estos dos contundentes guisos. Es verdad que, en lo geográfico, podría ser considerado un menú de carácter global, en lo que a la gastronomía hispana se refiere, al unir las virtudes de la fabada asturiana y de los tradicionales callos madrileños. Ahora bien, si debemos atender al aristotélico concepto de la virtud práctica y buscarla en el término medio que es otra forma de apelar al equilibrio, esa combinación es del todo inapropiada. Entiéndase que esto es solamente un ejemplo, entre las elecciones posibles, y que estando en el terreno de lo opinable no queremos imponer un único menú. No pretendemos aquí, sería del todo contrario al espíritu de nuestra Sociedad, negar la libertad... de equivocarse.
Es en este punto donde podemos conectar con el tema que nos ocupará hoy, la justicia. La justicia, como virtud social, ya sea universal o particular en la clásica distinción aristotélica, se ejerce en la práctica, es virtud moral y, por tanto también, tiene que ver con el equilibrio. Tanto el concepto de justicia distributiva como conmutativa, distinción que hace Tomás de Aquino en la justicia particular, muestran que ser justo es alcanzar un equilibrio. Para Platón, la justicia como ideal, era la armonía de las clases sociales, que ejerciendo cada una la virtud que le era más propia, permitía alcanzar el bien común en la ciudad. Análogamente, el hombre sabio y justo es aquel en el que se armonizan templanza, fortaleza y prudencia. Y no es casualidad que la común representación de la justicia sea una mujer ciega con una balanza.
Se me podrá oponer que el equilibrio, ya sea gastronómico o nutricional, en la elección de los platos de un menú nada tiene que ver con la justicia. Error que procede, como la mayor parte de las veces, de considerar las cuestiones generales desde un punto de vista individual o unívoco. Se entenderá lo que queremos decir perfectamente con atender a la expresión “no se hace justicia” a quien diseñó el menú y a quien lo trabaja en las cocinas haciendo elecciones que no son apropiadas. Por eso, desde el respeto al cliente, sin despreciar su libertad, la auténtica libertad, alabo a los jefes de sala o camareros que indican recomendaciones a la hora de elegir unos platos u otros, porque el comensal, aunque cliente, no nace sabiendo y, de la misma forma que a los niños no les dejamos elegir solo lo que les apetece, tampoco deberíamos hacerlo con el comensal adulto, poco experimentado o simplemente desconocedor del concepto de buen yantar.
En conclusión y en cumplimiento de los fines de nuestra Sociedad hagamos justicia a los profesionales de esta casa y decidamos entre las propuestas del menú, o esperemos que así haya sido ya, de manera equilibrada, templada, firme y prudente, propia de una voluntad dominadora del apetito, verdaderamente libre.
©Óscar Fernández
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